Por debajo de las formas democrático-burguesas que se instauran tras el fin de la dictadura fascista, continúa latiendo en España el viejo caciquismo semifeudal, adaptado a los nuevos escenarios que se han ido definiendo en cada momento. Un caciquismo que podemos rastrear, no sólo en la corrupción desenfrenada sino también en la tremenda “terquedad local y provincial” que, en la esfera política, subsistía en las décadas finales del siglo XX y continúa subsistiendo en la primera década del siglo XXI. Una “terquedad” política que se explica históricamente por el fracaso del proceso de centralización económica que, como enseñan Marx y Engels, correspondía a la burguesía impulsar en los siglos anteriores.
Alfredo Hernández Sánchez, Catedrático de Sociología de la Universidad de Valladolid, explica en un interesante trabajo cómo en el territorio de la actual Castilla y León no se generó durante el siglo XIX una verdadera burguesía. Todo lo contrario, la clase dirigente se caracterizaba porque “eran dueños de la tierra, propietarios agrícolas, y no estaba bien visto, socialmente, el ejercicio de la actividad empresarial”. De esta forma en la región “no surgieron personas nuevas que hicieran innovaciones en la estructura social castellano-leonesa, ya fuera en el campo industrial, en el intelectual, en lo económico, en lo artístico, etc.” (…) “Es decir, no existía una mentalidad de tipo capitalista. Se seguía con los valores sociales del rentismo” (…) “El comportamiento de los castellano-leoneses estaba regido por el peso de la tradición” (Alfredo Hernández, 2004).
Frustrado el proceso de centralización económica que sólo la burguesía podía encabezar, las clases dominantes, y particularmente los grandes propietarios de la tierra (rústica y urbana), se atrincheran en una multitud de pequeños territorios, a modo de “feudos”, desde los que defenderán políticamente sus atrasados intereses, bien agrupándose en todo tipo de partidos o coaliciones de ámbito local, provincial o regional, bien conformando facciones o banderías caciquiles en los partidos de ámbito nacional, que los necesitan como lo que son: conseguidores de votos en todo tipo de comicios. En el caso de Castilla y León, el peso de los intereses rurales en la política local es especialmente relevante. El 57,7% del total de alcaldes y concejales entre 1979 y 1987 procedían del sector agrícola, siendo el porcentaje más alto de España, seguido por el de Aragón, 57,6%, La Rioja, 50,5% y Navarra, 40,1% (Joan Botella, 1992: 155).
La fragmentación inherente a la política caciquil siempre ha sido una manifestación de la persistencia semifeudal. Dicha persistencia impide o dificulta el desarrollo de intereses comunes basados en una división nacional —o, cuando menos, regional— del trabajo y en una multiplicación del tráfico interior entre los territorios de las provincias. Para Hernández Sánchez, “en Castilla no han existido las sinergias colectivas que generen una conciencia como pueblo, como comunidad. Por lo tanto, no somos una nacionalidad. Por lo menos, desde el punto de vista sociológico. Más bien, seríamos un ‘sumatorio’ de nueve provincias”.
Al no haberse desarrollado históricamente en el territorio de Castilla La Vieja y de León una auténtica “comunidad de vida económica”, un sólido vínculo económico interno —por la inexistencia de una pujante burguesía— no se ha generado tampoco una verdadera psicología o cultura común y no existe, por tanto, una conciencia regional castellano-leonesa en que sustentar el artificio que es la Comunidad Autónoma. Frente a dicho artificio, sectores descontentos de las oligarquías caciquiles han venido buscando una “auténtica” identidad con la que justificar históricamente un cambio en el modelo autonómico para que éste se ajuste mejor a sus intereses económicos y políticos. Y algunos de ellos han pretendido encontrar la quintaesencia castellana y leonesa en los viejos reinos medievales de Castilla y de León; unos reinos que, realmente, nunca fueron otra cosa que agrupaciones de feudos casi autónomos en manos de grandes propietarios de la nobleza.
Creemos que para comprender históricamente la pervivencia del caciquismo en la España reciente es conveniente estudiar su etapa más clásica, cuando el fenómeno se presentaba en su estado más puro y de forma más nítida, sin grandes subterfugios. Comprendiendo la naturaleza de la política durante la primera restauración borbónica resulta más fácil comprender luego la subsistencia de esa política durante la segunda.
Fruto de ese razonamiento es la tesis doctoral que hemos defendido en abril de 2008 en la Universidad de La Laguna. En algunos trabajos posteriores he defendido que algunos de los más característicos rasgos estructurales de la vieja política caciquil de la primera restauración borbónica, que pude identificar en mi tesis doctoral, siguen plenamente vigentes en la segunda. No ha caducado en España, por lo tanto, la consigna que se gritara en Gijón en 1900: ¡Abajo el caciquismo, viva el pueblo!. Ese grito significa “decir les a todos los que gobiernan y a los que aspiran a gobernar, que la libertad es una palabra vana, llena de viento, mientras subsista el caciquismo; es sintetizar en una fórmula sencilla las aspiraciones nacionales; es oponer política a política y sistema a sistema; es establecer como principio y axioma que para que viva el pueblo, es preciso que desaparezca la oligarquía imperante’” (Joaquín Costa).
[Extraído de mi artículo “El caciquismo en la España reciente: el caso de Castilla y León, Aposta, nº 43, 2009]
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