Revista Educación

La Thatcher que llevamos dentro

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Margaret Thatcher conduciendo

Margaret Thatcher, al volante. / The Guardian

Pienso en cómo aprendí a montar en bicicleta y lo recuerdo como un momento extraño, de inspiración súbita. No me costó demasiado: hasta ese instante había entrenado mucho, primero con las dos ruedas pequeñas de atrás, luego solo con una. Pero aquel día decidí coger la bicicleta para mayores de mi prima, subirme a ella y comenzar a pedalear. De pronto avanzaba en equilibrio; flotaba a una velocidad y con una sensación de libertad que hasta ese entonces, por culpa de las ruedas de apoyo, jamás había logrado disfrutar. Después de un minuto pedaleando, parecía que siempre lo había hecho. Sabía que jamás me olvidaría de equilibrar mi cuerpo de la manera exacta, ni de sujetar el manillar con la decisión necesaria para no perder el rumbo y caer. Ahora tenía la confianza para llevar cualquier bicicleta, la que fuera.

No se equivoquen, no había nada mágico en aquello. Llevaba años practicando, dando pedales con un triciclo, luego con una bici pequeña y finalmente con esta, la de mi prima. Había mucho trabajo detrás de aquel aparente hito repentino. Aquellos que antes solo me hubieran visto metido en un taca taca y ahora aprendiendo a montar en un plis plas como la gente de bien podían haberse quedado con la errónea percepción de que estaban ante un niño prodigio, de que habían descubierto a una pequeña leyenda del ciclismo. Nada que ver. Simplemente me limité a reunir la confianza necesaria y aplicar todo lo aprendido en la dirección correcta.

Después de aquello llegué a pensar que el resto de mi vida sería igual, que si me esforzaba, tenía constancia y estaba convencido de que podía hacer cualquier cosa los logros se irían materializando uno detrás de otro. Un tremendo error. No porque esto no sea así, que creo que lo es, sino porque en muchas ocasiones no resulta tan sencillo sacar fuerzas para seguir adelante, mantener la intensidad del trabajo y mucho menos confiar en uno mismo. Lo cierto es que me quedaban por delante unos cuantos obstáculos aparentemente infranqueables. Por supuesto, alguno de ellos sigue ahí todavía.

El peor fue el carné de conducir. Practicaba y practicaba, pero al llegar al examen no tenía lo que había que tener. Me faltaba actitud. Como muchos de los que se lo sacaron por esa época en Tenerife, el fantasma de la Thatcher, examinadora y la más terrible encarnación del maligno en tiempos de autoescuela, aparecía como la principal causa de mi desgracia.

—Me dijo que me suspendió porque en un cruce que ni recuerdo venía un coche. ¡Yo no lo vi! ¡Estaba allá lejos!

—Yo la miré de refilón y tenía los ojos rojos, inyectados en sangre, empezó a oler a azufre y entonces apareció un peatón satánico de la nada y casi lo atropello. ¡Te juro que no estaba allí un segundo antes!

Generación tras generación, miles de jóvenes han pasado por este infierno en la tierra, un mal trance por las calles de Santa Cruz que parece imposible de superar. Examen tras examen, acudimos a la prueba cada vez más nerviosos, más inseguros y más condenados al fracaso. Soñábamos con otros lugares en los que la prueba se hacía en calles desiertas y planeábamos reunir lo necesario para escaparnos a La Palma y matricularnos en la única autoescuela de la isla, una isla sin la Thatcher.

A veces me la imagino en su casa, ya jubilada, jugando al Scalextric o a algo de coches. Lo curioso es que todavía se sigue hablando de ella en las autoescuelas, como si te la pudieras tropezar de repente en un examen para hacerte la vida imposible. Igual sigue ahí, como hace veinte años, sembrando el terror. O igual es legión. Yo lo que creo es que siempre ha habido y habrá una, y que muchas veces, cuando estamos perdidos y sin esperanza, no reparamos en lo que de verdad sucede: que con nuestro pánico, con nuestra desconfianza y con todos estos miedos, la Thatcher, nuestra única Thatcher, somos nosotros mismos.


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