La tía Aurora perdió el olfato en la guerra, siendo una niña. Pero toda su vida fingió que olía. En su lecho de muerte nos reunió a todos en torno a ella y lo confesó. Con mucho esfuerzo, y ya sin pudor, explicó que jamás olió el pan de la abuela recién hecho. Ni los claveles que le traía doña Matilde los viernes del mercado. Que ni tan siquiera los días de boda, ni en los entierros, ni en los mantos a la Virgen, la embargó el olor de las flores. Que las comidas las sazonaba por el color. Que por eso con los pedos silenciosos del chacho Manuel, ella se reía más tarde que nadie. Jamás supo del olor del mar. Olvidó cómo olía la tierra mojada, la leña ardiendo, los besos, la canela, la dama de noche y las manzanas. Cada uno de nosotros se ausentó hacía dentro por unos instantes, buscando algún momento de su vida en el que tía Aurora había hecho con su nariz como si nada. Todos teníamos alguno. Al regresar junto a su cama, volvías convencido de que la vida no es preciso oliscarla, sólo echarle narices. Entonces tía Aurora, cerrando los ojos, aspiró como si oliera y, con una sonrisa de Gioconda, murió.
Texto: Miguelángel Flores
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