Revista Cultura y Ocio
Todo el mundo en mi barrio conoce a Moisés. Bajito y delgado, setenta y cinco años, cabello abundante y completamente blanco, grandes ojos azules. Su tienda es una de ésas de toda la vida, con miles de tarros de cristal, latas y botellas de todo tipo en la pared del fondo. A la derecha del tablón donde está la caja registradora, repartidas por el suelo en perfecto orden, veréis cajas llenas de patatas, tomates, coliflores, pepinos, manzanas Golden, calabacines, pimientos rojos… A la izquierda, cerca de los plátanos y las latas de melocotón en almíbar, se encuentra un pequeño refrigerador con jamón dulce, queso, embutidos…y una nata blanca, esponjosa y dulce, perfecta para las fresas grandes y jugosas que Moisés ha colocado -estratégicamente, sin duda- muy cerca de la nata.
Esta tarde he ido a la tienda a buscar algo de fruta, y me he encontrado a Moisés solo y desolado. Le pregunto si va todo bien; nos conocemos desde hace doce años y puedo permitirme alguna preguntilla personal. Suspira y empieza a explicarme que le ha llegado el momento de jubilarse, y tendrá que cerrar la tienda, porque su hijo no va a seguir con el negocio.
Le dejo hablar. Estamos solos, no tengo prisa, y Moisés necesita desahogarse. Me explica que lleva trabajando desde que era un crío; que empezó llevando cervezas por los bares; que se trasladó al barrio y montó la tienda, hace ya cincuenta años. Recuerda el frío a las cuatro de la mañana en invierno, de lunes a sábado, cuando iba a buscar provisiones al mercado y comenta, orgulloso, que todos los días, a primera hora, siempre ha tenido ya esperando a que abriera al menos a cuatro señoras. Tras el tablón de su tienda ha visto cambiar la plaza de enfrente poco a poco, un descampado cuando llegó, y ahora remodelada por obra y gracia de las últimas elecciones municipales con mesas para jugar a ping-pong, columpios y parterres llenos de flores. Nos ha visto cambiar a todos. También a mí, claro, esa chica de veintiocho años que entró en su tienda por primera vez un sábado por la mañana a comprarle patatas y una docena de huevos, con esa mezcla de ilusión y zozobra de quien está comprando, también por primera vez, para dos.
Moisés tendrá que jubilarse, pues, y quedarse en casa. Un hogar ahora vacío. Me explica cómo conoció a su mujer y se le ilumina el rostro; esos ojos azules ya no me ven, están más lejos, están viendo a la chiquilla de quince años a la que conoció sirviendo y con la que se casó, tan joven. Era menuda, agradable, silenciosa y tranquila. Como él. Lo peor del mundo, me dice, es la soledad. He intentado animarlo, pero casi hemos acabado llorando los dos, ahí, en la tienda, cogiditos de la mano…. tot el món és una tenda del Moisés, en un moment o altre...me crec (“todo el mundo es una tienda de Moisés, en un momento u otro… creo”: comentario en mi muro de Facebook de la poeta Dolors Miquel).