A media noche me asomo por la ventana y la noche entera me sacude la mirada. A pesar de que la panorámica es la habitual puerta de mis desvelos y ensoñaciones, hoy la encuentro diferente: es un espejo que se vuelve túnel, es un túnel que se vuelve arco, es un arco que se vuelve portal, y de súbito aparece un mundo fascinante: figuras, luces, sombras y colores rasgan el aire, la oscuridad es devorada por tonos encendidos, por escenas caprichosas, por tramas alucinantes. Un sonido que va de lo terrible a lo beatífico altera el ambiente. En el cielo se abre un halo que poco a poco se derrama sublime y la noche ya no es noche. Un ser que parece ángel desciende con una antorcha que se confunde con una espada. Se acerca a mí, lenta, solemnemente. No distingo si es hombre o mujer. En su descenso lo acompañan cánticos que no percibo de dónde brotan. La luminiscencia aumenta. Un trozo celestial se desdobla ensoñador sobre la realidad. Mi ventana ya no es ventana, estoy en un montículo de extraña apariencia. Soy una especie de intruso -me gustaría decir invitado- en un lugar que no me pertenece. Y recapacito: me pertenece más que a nadie. Es mío, es mi mundo. Eso entiendo cuando el ser llega a mí. Lo tengo frente a frente y su belleza me abruma. Es mujer. Y no es un ángel, es una musa. Está semidesnuda y de sus senos brota la savia de los tiempos. Me da a beber maternalmente, como si fuera la madre de todas las madres. Algo me sucede a partir de los primeros sorbos, no me siento el mismo, ya no soy el mismo y sin embargo descubro que siempre fui el ser en el que me convierto. Luego me tiende la antorcha, ¿o la espada? No, ninguna de las dos, es una pluma infinita. En cuanto la tomo aletean las letras, silban las sílabas, se acentúan los acentos; los sonidos que fueron balbuceo ya son canto, el ritmo cabalga, las palabras vuelan, el alfabeto se alza, se precipita, salta y ondula, el vocabulario que fue vacío se torna pleno, los párrafos se vuelven destello y melodía: el poema ya es inmortal. Y comprendo, durante el despliegue de un relámpago, que por fin soy el poeta que anhelé ser, el mismo que siempre fui, pero ahora convencido, bautizado.
Luego de un instante que se asemeja a un fragmento de eternidad, la musa se despide sin gestos, sin movimientos, apenas una mirada que lo dice todo. Se eleva hasta desaparecer y los cánticos persisten, milenarios, también dentro de mi cabeza: ya me pertenece el idioma de las musas.