Es inconcebible que te haya amado sin remedio alguno,
sin razón aparente y sin evidencia prominente.
Que el simplismo de este amor quedó resumido banalmente,
con mentiras repetidas mil veces que me bebí sorbo a sorbo,
que saboreé dulcemente tras la fachada de un beso.
Escribí mi dolor, que es solo mío,
esa noche sombría, abrazada por el frío,
desplegado del aliento de la soledad,
sin más lienzo que la almohada,
sin más pluma que mis pupilas dilatadas,
sin más tinta que el color de mis lágrimas.
La lucidez con la que contemplé mi dicha consumada,
desvanecida con la abofeteada de la verdad,
desbaratada en mi rostro, con residuos punzantes,
que vistieron mi pálida desnudez.
No puede morir lo que vivo jamás estuvo,
no puede acabar lo que nunca dio rienda a empezar,
más mis labios áridos sellados como bóveda,
que desterraron mi llanto al refugio remoto de mi alma,
son los únicos que han muerto con el va y viene del sabor a ti,
la tartamudez de mi piel ha sido lo único que se acabó,
tras los intentos fallidos de un grito de exilio a tus caricias.
Ya me encarceló la noche muerta,
y el lienzo ensopado por el tintero que se derramó,
reveló un sabor amargo a espejismo de felicidad,
fácil de degustar con el paladar repleto de sueños,
aunque difícil de digerir con lo mórbidas de tus miserias
y la longevidad de tu olvido.