Revista Cultura y Ocio
No sé si aún quedan por ahí algunas de aquellas tiendecillas de barrio que se anunciaban con el rótulo de "Novedades". Son una especie en vías de extinción, como todo ese comercio añejo que se ha visto arrasado por el tsunami de la modernidad y de lo digital. Aunque resulta paradójico que los nuevos tiempos hayan acabado con unos establecimientos que, por definición propia, se suponía que estaban siempre a la última. Claro que ninguna de estas tiendas, de existir aún, debe de tener menos de sesenta años, nacieron en una época en que este era un país encerrado en sí mismo y mal comunicado. En aquel contexto, todo lo nuevo era extraordinario, un soplo de aire fresco. Para las mujeres de la generación de mis abuelas, las medias, el jersey o cualquier otro objeto de uso corriente que quisiesen adquirir pasaba gracias a la etiqueta de "novedad" a ser algo codiciable. Ahora, aunque las tiendas que se definían a sí mismas como expendedoras de novedades hayan desaparecido, seguimos en manos de otra tiranía de la novedad: el último modelo de cualquier cosa -a ser posible tecnológica- desbanca de inmediato al modelo anterior (que igual tiene solo unos pocos meses pero, ¡ay!, ya no es nuevo). Personalmente, me ha costado siempre entender por qué el hecho de ser novedad debe suponer una ventaja respecto a lo que ya existe. Cuando me he acostumbrado a mi ordenador o a mi móvil, cuando mis manos se han hecho a ellos y ellos a su vez responden con diligencia a ellas, resulta que toca cambiarlos: algún programa fundamental ha quedado obsoleto, empieza a fallar la pantalla o surge cualquier otro contratiempo fatal. Porque por supuesto no se puede reparar, o te dicen que te sale más a cuenta comprar uno nuevo. Y a mí lo que me gustaría es conservar muchos años ese aparato que se me ha convertido en familiar (confieso que tengo alguno que es ya puro vintage, guardado celosamente).
Si nos trasladamos al terreno literario, sucede algo parecido. No es cosa de ahora que los libros participen en esa carrera por la novedad. Hace décadas que las editoriales anuncian a bombo y platillo sus novedades de otoño, o las que salen para el día del Libro o para Navidad. Y en todos los casos parece que el solo hecho de ser libros nuevos les otorga galones. "La nueva novela del autor Tal o Cual" debe ser, por necesidad, mejor que las anteriores. Igual que "el nuevo fenómeno que arrasa en librerías" lo hace, sin duda, por el mero hecho de ser reciente, que le hace destacar por encima de todos aquellos otros volúmenes que llevan años en el mercado. Nunca nadie me ha sabido explicar a qué se debe tan curioso fenómeno. Así pues, tiendo a desconfiar de tanta fanfarria sin motivo aparente -insisto, que algo sea nuevo no garantiza que sea bueno-, y suelo dejar que las novedades librescas (aunque no solo estas) se asienten un poco y demuestren lo que valen en realidad. Una vez se ha apagado la polvareda del marketing -cosa de unos pocos meses, por lo general-, el libro empieza a sostenerse por sí mismo y es la recomendación de quienes ya lo han leído la que da el baremo de cuánto vale en realidad. Me dirán ustedes que, si todo el mundo hiciese como yo, ignorando las novedades hasta que dejan de serlo y se convierten simplemente en libros como los demás, si no existiesen esos lectores ávidos que, en cuanto una novela aterriza en librería -y antes, a veces- saltan sobre ella, anhelantes, ¿cómo podríamos los escépticos saber si vale la pena? Y tienen razón: sin el arrojo de unos cuantos -a menudo suicida, pues en nombre de la novedad se tragan pestiños considerables-, tendríamos poco en que basarnos. Mi más sincero homenaje, pues, a estos arrojados perseguidores de novedades. Sigan leyendo y compartiendo sus decepciones y entusiasmos. Nosotros, los cautos, los que no nos tiramos a la piscina hasta no estar seguros de que hay agua y, a ser posible, de que no está demasiado fría, se lo agradecemos.