La tolerancia democrática es algo bien diferente de la tolerancia estúpida. "Construir la democracia nos ha llevado casi dos mil años. Intentemos no perderla. Yo he terminado. Ahora les toca a ustedes. Buena suerte." Eso decía el investigador de la ciencia política Giovanni Sartori antes de morir. Pero nadie le hace caso. En nuestros días estamos permitiendo que la democracia sea asesinada, muchas veces por nuestros mismos gobernantes. Publicamos hoy un artículo de Pedro de Tena, enviado como colaboración por su autor, que aunque extenso y denso, merece la pena leer porque aclara conceptos y políticas que permiten entender nuestro mundo complejo y difuso. Como muestra, un párrafo del artículo: "En España, la tolerancia estúpida es la que olvida lo inolvidable, como el terrorismo que causó víctimas entre la población por el mero hecho de ser españoles; no puede borrar lo imborrable, como lo fue el golpe de Estado separatista de 2017 o los comportamientos detallados y los hechos que condujeron a una guerra civil entre españoles y a matanzas indiscriminadas sin juicios previos. No lo es asimismo el pasar por alto el minucioso y opaco cambio de sentido, e incumplimiento impune, de la legislación derivada de la Constitución." ---
Puede parecer frívolo, e incluso inoportuno, escribir sobre la tolerancia, por estúpida que se adjetive, en España y en Europa, mientras en Oriente Medio la agresión terrorista de Hamás ha desencadenado la intolerancia absoluta que es siempre la guerra con propósitos oscuros y aliados sorprendentes como los socialistas António Guterres, nada menos que secretario general de la ONU, el jefe del gobierno español en funciones, Pedro Sánchez, así como otros socios previsibles como el presidente de Turquía, Irán, todo el islamismo radical y casi todas las izquierdas filocomunistas del mundo.
Sin embargo, pocas cosas son tan necesarias de examinar, siquiera brevemente, en este clima inquietante como la tolerancia democrática, que es algo bien diferente de la tolerancia estúpida. Emilia Pardo Bazán mostraba su hostilidad hacia quienes no sólo no practican la tolerancia, sino que se oponen a los que la practican. Pero es necesaria alguna aclaración de fondo, porque, ¿qué tolerancia cabe desarrollar con quienes convierten la intolerancia hacia la democracia y su pluralismo congénito en el objetivo de su actividad y el fin de sus esfuerzos?
"Construir la democracia nos ha llevado casi dos mil años. Intentemos no perderla. Yo he terminado. Ahora les toca a ustedes. Buena suerte." Eso decía el investigador de la ciencia política Giovanni Sartori antes de morir y así aparece subrayado en su libro La democracia en treinta lecciones. Pero, ¿por qué no había de perderse? ¿Por qué no ha de ser preferible la dictadura en alguna de sus formas? ¿No sería mejor ceder derechos y deberes en favor de una autoridad suprema y disciplinaria a la que se atribuya la “ciencia”, la paz civil y la ecuanimidad a partir de su intolerancia?
Con dudas y vacilaciones crecientes sobre su diseño institucional, sigo defendiendo que la democracia moderna - que poco tiene que ver con la antigua de los griegos y pese a sus defectos -, es un bien general para los ciudadanos a los que confiere identidad política, amplias libertades, dignidad, respeto, reconocimiento y defensa individuales y el mayor grado de bienestar conocido hasta el momento, no excluyendo legalmente de sus oportunidades a nadie. La democracia política exige necesariamente pluralismo y, naturalmente, la tolerancia entre sus sujetos políticos y todos sus ciudadanos.
Que la democracia liberaln - no hay otra -, va unida al bienestar económico es un hecho. El reciente Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales (2021) y ya entonces Premio Nobel de Economía (1998), Amartya Senn, en sus estudios sobre las hambrunas de su país de origen, India, concluyó que la libertad y la democracia eran factores decisivos del desarrollo económico y social de las poblaciones.
Ya se experimentó tal realidad cuando la libertad se abrió paso desde las ciudades medievales (“el aire de la ciudad nos hace libres”, se decía, y menos pobres, añado yo) a la Europa moderna y contemporánea. La pobreza no ha dejado de disminuir y, a pesar del aumento de la población, el índice de pobreza mundial ha descendido notablemente según las mediciones más fiables.
Desde 1820, la pobreza ha descendido desde la horrible cota del 80 por ciento de la población mundial, mucho menor entonces que ahora, a alrededor de un 10 por ciento de una población mucho mayor en nuestros días. Puede despotricarse lo que se quiera contra la economía de mercado y la democracia, gemelos siameses inseparables, pero los hechos son testarudos. La extensión de la democracia, junto con la globalización de las relaciones económicas, han conducido a un mejor nivel de vida a miles de millones de personas.
Lo que se hundió históricamente, no se olvide, fue el comunismo dictatorial de la URSS donde la falta de libertad económica, política y cultural fue decisiva. Donde el comunismo o el dirigismo, China, Singapur, Taiwán, Corea del Sur, tienen cierto nivel de éxito económico es porque admiten libertades básicas “capitalistas”, la libertad de mercado, aunque no las extienden al ámbito político y social, como, por cierto, hicieron igualmente Primo de Rivera y Franco.
Pero, en esencia, la necesidad de agrupar sufragios en las democracias, cuando todos pueden elegir libremente, nadie vota, salvo coacción descarnada o ideológica, a quien le obliga a soportar una vida de pobreza. La democracia deja su futuro más despejado porque conforma una sociedad abierta en la que nada está escrito y en la que el esfuerzo y las propias decisiones tienen un gran efecto sobre las circunstancias heredadas, para bien o para mal.
En España, lo hemos comprobado experimentalmente. Desde 1850 a 2000, “el nivel de actividad económica, en términos reales, aumentó casi cuarenta veces en siglo y medio, mientras que el ingreso por persona se multiplicó por 15. A su vez, el nivel de consumo privado por habitante se elevó 12 veces y 115 la inversión por persona ocupada”, con una población que pasó de 11 millones de personas hacia 1850 a los 48,3 millones actuales.”
No hay duda posible de que “durante la Guerra Civil y el decenio de 1940 “constituyó una fase de postergación de la economía española y, aún a pesar de su posición no beligerante, el crecimiento no alcanzó al obtenido por la Europa occidental en conflicto.” Desde la liberalización de la economía, todavía en el franquismo, “en la segunda mitad del siglo XX, por el contrario, presenta un balance, en conjunto, superior al de las naciones avanzadas, con la mejora consiguiente de la posición española en el contexto internacional.”
Desde 1975 a 2020, a pesar de la crisis del petróleo, las reconversiones industriales y las recurrentes crisis económicas, España ha experimentado una mejora sin precedente de su bienestar colectivo. Para decirlo con las palabras del estudio de las Cámaras de Comercio:
“Sirva como síntesis de esta evidencia la evolución de la renta per cápita española, apenas 1.000 euros en 1975, con carencias notables en servicios e infraestructuras esenciales. En la actualidad, España es un país con cerca de 30.000 euros de renta per cápita, y una posición relevante entre los países desarrollados.”
O sea, nuestra renta per capita se ha multiplicado por 30 en 45 años. Es decir, la democracia española, a pesar de sus distorsiones, funciona económicamente.
Por otra parte, es evidente que la democracia es la organización política más adecuada para el respeto de los derechos humanos esenciales universalmente reconocidos. Ninguna dictadura, sea religiosa o política, los ampara en su conjunto. ¿Cuál de ellas podría cumplir el artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos humanos que dice que “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” y así desde el primero al último?
Se ha destacado que la democracia, crudamente considerada, no es sino un conjunto de reglas de juego político para solucionar los conflictos sin derramamiento de sangre ¿En qué consiste el buen gobierno democrático, sino, y sobre todo, en el respeto riguroso de estas reglas? Pero, ¿qué reglas son esas? Tratemos de algunas de ellas, en especial, de la tolerancia.
Dice Leopoldo López, el demócrata venezolano perseguido por el bolivariano chavismo-madurismo “¿Qué es la democracia entonces si no es la posibilidad de que exista alternabilidad de poder? ¿Qué es si no es precisamente que el pueblo, a través de la voluntad popular, exija en momentos de crisis un cambio, que se sustituya a quienes tienen la conducción del Estado venezolano? Esa es la esencia de la democracia”. Para que ello sea posible, hace falta pluralismo político y tolerancia.
El pluralismo es una realidad contundente y comprobable por cada uno de nosotros y en todas las circunstancias de la vida. Sobre cualquier cuestión, incluso las científicas, caben afirmaciones distintas y argumentaciones diferentes hasta que surge un consenso acerca de la superioridad empírica de algunas de ellas. Pero hay una manera, no crudamente violenta, de acabar con el pluralismo: hacerlo imposible desde dentro usando todos los medios que la democracia ofrece para eliminarlo impidiendo así la alternancia en el poder
Desde las guerras de religión se comprendió que el pluralismo es una manera natural de afrontar los problemas y que, en lugar de erradicarlo por la violencia, mucho mejor era encauzarlo para convertirlo en bien enriquecedor. Pero hicieron falta unas reglas de juego para que ese pluralismo fuese social y políticamente fértil. Esas reglas de juego fueron las sucesivas constituciones democráticas nacionales que recogían esa creencia en su valor, la práctica de la exigencia presupuesta de la tolerancia sobreponiendo la convivencia pacífica a todo dogmatismo excluyente y/o fanático.
El verbo “tolerar” tiene etimológicamente relación con “soportar”, en el sentido del titán (o gigante) Atlas, que fue condenado a soportar sobre sí la bóveda celeste. Es decir, tolerar es de algún modo sobrellevar pacíficamente opiniones contrarias a las propias con el propósito de que la libertad de expresión y pensamiento permita el debate y la posterior decisión política de los ciudadanos sobre cuál debe prevalecer.
Pero aquí es dónde empieza la distinción entre la tolerancia estúpida y la tolerancia democrática. La tolerancia estúpida es la que decide aceptar que aquellos que no aceptan las reglas de juego de la democracia participen en la toma de decisiones aunque lo que pretendan sea, explícitamente, eliminar la democracia e instaurar una tiranía intolerante de manera violenta (no hay otra manera). Es decir, la tolerancia estúpida es la que allana el camino a los tiranos dañándose a sí misma de forma irreparable en vez de apuntalar la democracia y sus valores convivenciales.
Para decirlo al modo de Popper, la sociedad abierta, que es la sociedad democrática, tiene sus enemigos. En la España abierta y democrática nacida de la Constitución de 1978, han surgido tres enemigos principales. Los nacional-separatismos, más o menos racistas y xenófobos, unidos siempre a la violencia terrorista y a la exclusión forzosa de los demás ciudadanos; los partidos políticos alimentados por el marxismo y sus variantes y los islamistas radicales, teócratas opuestos a la separación Iglesia-Estado y consagrados a la disolución política del Occidente liberal, plural y tolerante de origen cristiano. Los fascismos han desaparecido y en España la extrema derecha no existe más que como añoranza.
Pero los tres enemigos de nuestra sociedad abierta se amparan en la democracia y el pluralismo tolerante para ocupar posiciones de poder dentro de ella con el propósito de dinamitarla. ¿Cómo enfocar el valor democrático de la tolerancia en tales circunstancias? El experimento crucial que demostró que de una democracia podía nacer legalmente una dictadura brutal ocurrió en la Alemania de 1933, cuando el partido de Hitler ganó las elecciones con una minoría mayoritaria y al cabo de un tiempo, acabó con la democracia alemana.
El problema es bien serio porque se trata de la buena voluntad, algo difícil de definir, que se supone a las partes que suscriben los acuerdos constitucionales. La realidad es que, junto a los que manifiestan esa buena voluntad y actúan desde ella, hay quienes explícitamente declaran que romperán tales acuerdos a la primera oportunidad pero exigen ser tolerados porque así lo predica la democracia en la que no creen.
¿Se puede ser tolerante con nacional-separatismos que han demostrado que son capaces de matar, excluir, dar golpes de Estado y someter a la mitad o más de las poblaciones afectadas por sus delirios? ¿Puede tolerarse a unos partidos filomarxistas que usan la democracia y sus recursos para preparar su ruina, por la vía del golpe de Estado (antes) o por la vía de la ocupación irregular de las instituciones y la tergiversación jurídica y política de sus bases fundamentales? ¿Pueden tolerarse a quienes se protegen con los derechos constitucionales para difundir un dogmatismo religioso antiliberal y antioccidental que no descarta el atentado terrorista o la guerra como modo de actuación?
Desde 1976, la sociedad española, tras ser conducida ciegamente a una guerra civil y emerger de ella con la dictadura de quien la ganó – de ganar el otro bando se esperaba otra quién sabe si mucho peor (así lo anunciaron muchos, entre ellos Manuel Chaves Nogales), fue capaz de diseñar un tránsito consensuado de una organización autoritaria del Estado a otra democrática, con sus virtudes y defectos. Uno de sus defectos fue no haber previsto desde el principio, por buena voluntad, por ingenuidad o por estupidez, que no todos los actores que intervinieron en la titánica obra estaban actuando lealmente, como se comprobó enseguida.
45 años después, España se ha convertido en una potencia mundial reconocida, su bienestar económico y social, pese a las diferencias y problemas, se ha multiplicado; la seguridad social se ha extendido; las libertades de sus ciudadanos se han apuntalado y desarrollado y su educación ha crecido, al menos en número, que en su calidad cabe debate. Desde 1939, cuatro generaciones, los españoles no hemos conocido ni guerras ni grandes alteraciones del orden salvo en 1981 y, sobre todo, desde 2017, fecha de golpe separatista catalán.
Doy por sentado que España, como entidad situada geopolíticamente en un punto estratégico del planeta, siempre tiene enemigos externos con deseos de desestabilizarla y destruirla. Pero, ¿qué sentido tiene que haya partidos o dogmas religiosos que pretenden sustituir la exitosa democracia reconciliadora de la Transición por no se sabe qué dictaduras supuestamente benéficas para algunas minorías, que no para la inmensa mayoría de la población?
Conviene, pues, diferenciar, con Popper y Sartori como inspiración, la tolerancia estúpida de la tolerancia cabal de una democracia madura. La tolerancia estúpida tiene algunos rasgos claramente diferenciados. En primer lugar, permite que en las sociedades democráticas tengan presencia en igualdad de condiciones legales y sociales partidos, sociedades y grupos religiosos que exhiben su dogmatismo y su fanatismo sin limitación.
En segundo lugar, la tolerancia estúpida, por suicida, consiente que estos grupos, sociedades y partidos puedan hacer daño a los defensores de la democracia liberal, sus instituciones y sus valores amparando estas conductas hostiles con leyes, órdenes, subvenciones y ayudas que contribuyen a causar dolor y devastación a quienes los acogen en su seno presuponiendo una buena fe que no es tal.
En tercer lugar, es estúpida una tolerancia que no exige reciprocidad a los grupos, sociedades y partidos que resultan beneficiados por la misma. Tan estúpida es que cede buena parte de sus armas a los enemigos de la democracia sin recibir un trato semejante. Ese es un camino que conduce directamente al triunfo de la intolerancia a medio o largo plazo.
En España, la tolerancia estúpida es la que olvida lo inolvidable, como el terrorismo que causó víctimas entre la población por el mero hecho de ser españoles; no puede borrar lo imborrable, como lo fue el golpe de Estado separatista de 2017 o los comportamientos detallados y los hechos que condujeron a una guerra civil entre españoles y a matanzas indiscriminadas sin juicios previos. No lo es asimismo el pasar por alto el minucioso y opaco cambio de sentido, e incumplimiento impune, de la legislación derivada de la Constitución.
Tampoco es necesario soportar lo insoportable de las actitudes hipócritas que fortifican sus posiciones antidemocráticas sin respeto alguno por los valores democráticos. Y desde luego, no se puede tolerar lo que es intolerable: conductas dogmáticas, acciones dañinas para los demócratas y ausencia de reciprocidad. Por ejemplo, que Europa se esté saturando de mezquitas mientras, en los países donde el islamismo dicta la ley, la persecución de cristianos está a la orden del día y es imposible su presencia.
Por todo ello, es necesario que se comience a ejercitar la única tolerancia posible que es la que fortalece y apuntala la democracia, sus instituciones y sus valores articulando leyes, medidas y medios que los defiendan eficazmente. Todo lo demás, es sencillamente estúpido por suicida. Y como desarrolló Carlo María Cipolla en su famoso librito Allegro ma non troppo, junto a incautos e inteligentes, hay, no se olvide, malvados y estúpidos. Y su Ley de Oro de la Estupidez reza de este modo:
“Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.”
Traduciendo esta Ley a nuestra reflexión, un demócrata español es estúpido, o actúa estúpidamente, si causa daño a otras personas – todos los demás demócratas de España y el mundo -, sin conseguir un provecho para sus ideas o incluso obteniendo como resultado la dictadura o la intolerancia. Necesitamos una reflexión y un plan de acción.
Pedro de Tena