Todo cuanto deseamos honestamente se reduce a estos tres objetos principales, a saber, entender las cosas por sus primeras causas, dominar las pasiones o adquirir el hábito de la virtud y, finalmente, vivir con seguridad y con un cuerpo sano. Los medios que sirven directamente para el primero y el segundo objetivo y que pueden ser considerados como sus causas próximas y eficientes, residen en la misma naturaleza humana; su adquisición depende, pues, principalmente de nuestro propio poder o de las leyes de la naturaleza humana. Por este motivo, hay que afirmar categóricamente que estos dones no son peculiares de ninguna nación, sino que han sido siempre patrimonio de todo el género humano, a menos que queramos soñar que la naturaleza ha engendrado desde antiguo diversos géneros de hombres. En cambio, los medios que sirven para vivir en seguridad y para conservar el cuerpo, residen principalmente en las cosas externas; percisamente por eso, se llaman bienes de fortuna: porque dependen, sobre todo, del gobierno de las cosas externas, que nosostros desconocemos; y en este sentido, el necio es casi tan feliz o infeliz como el sabio.
Por consiguiente, lo único por lo que se distinguen las naciones entre sí, es por la forma de su sociedad y de las leyes bajo las cuales viven y son gobernadas. Y por lo mismo, la nación hebrea no fue elegida por Dios, antes que las demás, a causa de su inteligencia y de su serenidad de ánimo, sino a causa de su organización social y de la fortuna, gracias a la cual logró formar un Estado y conservarlo durante tantos años. La misma Escritura lo hace constar con toda claridad, ya que basta una lectura superficial para ver claramente que los hebreos sólo superaron a las otras naciones en que dirigieron con éxito todo cuanto se refiere a la seguridad de la vida y en que lograron vencer grandes peligros, gracias, sobre todo, al auxilio externo de Dios; en lo demás, fueron iguales a los otros pueblos, y Dios fue igualmente propicio a todos.
Spinoza (1670)
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Otro indicio de lo que decimos es la tolerancia religiosa, llamada por otro nombre teológica, por la cual todas las doctrinas, aun cuando sean contrarias entre sí, son tenidas por igualmente buenas y capaces de conducir a la salvacion, sin que pueda condenarse ninguna por falsa; de donde proviene la máxima de que cada cual puede salvarse en su propia Religión. Ahora bien, ¿cuál es la raíz, el fundamento de tan torpe y asqueroso indiferentismo, sino el desaliento, la fluctuación, la duda acerca de la verdad absoluta de las propias creencias? El que está real e íntimamente convencido de que la fe que profesa es la divina y por consiguiente la única verdadera, por precisión tiene que rechazar con horror toda otra fe que no sea la suya o que la esté opuesta, por falsa; porque la verdad es una e indivisible. Repugna, es absurdo segun los principios de la sana lógica, el que dos o mas Religiones contradictorias puedan a la vez ser verdaderas; y si lo es la una, las otras indispensablemente han de ser falsas. Por esto es precisamente que el católico tiene por completamente falsas cuantas Religiones, cuantas creencias existen diversas de la fe que él venera como divina, esto es, como revelada por Dios y propuesta por una autoridad infalible, cual lo es para él la Iglesia. De aquí es que injustamente se le echa en cara la nota de intolerante; he dicho "injustamente" porque está en la naturaleza de la cosa, que el que por fe cree que sus opiniones religiosas son las verdaderas, debe condenar por falso cuanto se opone a ellas, so pena de ser no solo impío sino también inconsecuente y alógico.
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Por lo demás, siendo esta máxima tan espantosa y terrible: "Fuera dela Iglesia no hay salvación", de la mayor importancia, y entendiéndola mal muchísimos de entre los protestantes y aplicándola otros un sentido odioso que no tiene, para poder de este modo acusar a la Iglesia católica que la profesa y la ha consignado en su símbolo, no será fuera de propósito el declarar su verdadero sentido, para quitar así de en medio la confusión de que quisieran rodearla.
Ante todas cosas es menester distinguir la intolerancia religiosa de la política y civil. La primera es la que profesa la Iglesia católica, por las razones que antes hemos aducido, mas no la segunda; de suerte que si las actuales circunstancias de la sociedad, la paz y la tranquilidad pública exigen la pacífica profesión de un culto diverso del suyo y del cual una nación cualquiera está ya en posesión, la Religión, o sea la Iglesia católica, no se opone a esto; lo que está sucediendo en Francia, en Austria y en aquella parte de la Alemania en que el Catolicismo es la Religion dominante, lo prueba hasta la evidencia. En segundo lugar, es preciso no confundir la intolerancia religiosa con el odio; y así es, que mientras la Iglesia se manifiesta intolerante con el error y con la herejía en abstracto, demuestra el mayor aprecio, amor, caridad y compasión hacia el que anda errado en concreto. Sus amenazas, los castigos mismos y las penas que impone, cuando pueden servir para la corrección y arrepentimiento del descarriado, nacen de su amor. Ella ruega, gime, suspira y cual madre solícita procura por todos los medios tener a raya a los hijos que se desvían y corren a su perdición. Así en Dios como en la Iglesia, que es viva imágen suya en la tierra, la verdad y la caridad se identifican y forman una sola cosa. La Iglesia no sabe castigar al pecador, sino invitándole a que se arrepienta. Si en este particular hubo en los tiempos pasados algun exceso, estuvo este en la Iglesia mas no fue de la Iglesia.
Hechas estas distinciones, adelantemos un paso más y declaremos el verdadero sentido de la máxima que nos ocupa. ¿Preténdese acaso significar con ella, que todo el que muera fuera de la comunión exterior de la Iglesia católica, se condena por este solo hecho? No por cierto; jamás el Catolicismo la ha entendido en tal sentido; antes bien su doctrina en este punto es contraria; pues no sólo enseña que la infidelidad negativa no es pecado ni hace al sujeto culpable delante de Dios, sino que ha anatematizado a los que quisieron defender y propalar la opinion opuesta. Ahora bien, la herejía, según la doctrina católica, es una especie de infidelidad y se reduce a esta como a su género. Si, pues, la infidelidad negativa, o la ignorancia invencible de la verdadera fe no es pecado, no hace culpable delante de Dios, ni por consiguiente es digno de pena o de castigo el que es infiel de esta manera; dedúcese de ahí, que tampoco es culpable el hereje material, esto es, el que de buena fe y por ignorancia invencible forma parte de una secta cualquiera; y que por lo mismo no merece pena ninguna. Afirmar lo contrario es oponerse á la doctrina de la Iglesia. Añádase a esto que es tambien doctrina católica el que todos los que pertenecen al alma de la Iglesia, o sea a su vida interior, aun cuando estén fuera de su cuerpo o comunión exterior, no por esto dejan de ser católicos y de ser contados en el número de ellos y gozar de sus mismas condiciones, en una palabra, no son menos por esto hijos de la Iglesia; y como quiera que los que sin culpa suya se hallan fuera del cuerpo de la Iglesia, a pesar de esto la pertenecen en cuanto al alma, de aquí es que pueden salvarse como lo pueden los que se encuentran en su comunión exterior.
¿A qué viene, pues, a reducirse la formidable máxima: "Fuera de la Iglesia no hay salvación", que excitó y excita aun en muchos la ira y el despecho? En términos los más sencillos, se refunde en esta fórmula: "Todo el que muere en pecado mortal se condena"; o bien en esta otra: "El que vive voluntariamente en estado de pecado mortal y no se arrepiente antes de morir, está fuera del camino de la salvación". ¿Hay algo de reprensible en esta máxima? ¿Cuál es el protestante que no la sigue, no la enseña, no la profesa? No siendo ateo o incrédulo, es preciso admitirla. Pues bien, no es otra la doctrina católica.
Giovanni Perrone (1853)