En un reino muy lejano existe un misterioso bosque lleno de parajes encantados. En su interior, escondido en un rincón, se alzan las ruinas de un torreón. Son poco más que un montón de piedras derruidas con cristales incrustados. Sin embargo, al fijarse mejor en los restos de sus muros, no se descubren aperturas en ellos, sólo trozos de pared. ¿Dónde está sepultada la puerta que daba acceso a su interior? La realidad es que nunca existió una puerta. Aquella era la torre de Ahiara, la princesa cautiva.
El mago Morgon, un ser ambicioso y maligno, mantenía prisionera a la princesa en el interior de aquella torre construida con su magia. Las paredes que la custodiaban eran de marfil liso, sin fisuras a las que aferrarse y tan resbaladizo que ni siquiera la hiedra trepadora se sujetaba sobre ellas, incluso los hilos de las arañas se deslizaban sobre la pulida superficie de los muros hasta depositarse en su base. Sólo la luz penetraba en su interior, y lo hacía a través de la inalcanzable cúpula de cristal que la cubría. Tan inexpugnable era aquella fortaleza que ni siquiera el mago que la había creado era capaz de entrar en ella.
Por las noches, Ahiara no dormía. Para conciliar el sueño contemplaba las estrellas a través de la cúpula. Soñaba con tocarlas y los ojos se le llenaban de lágrimas. Bajo el anhelo de su mirada los rayos estelares se convertían en diamantes que se derramaban sobre la torre en copos de cristal. Ahiara se dormía entonces. Al amanecer, el mago acudía al pie de la torre para recoger los brillantes que la rodeaban.
Con el paso del tiempo el bosque circundante creció y uno de los árboles se alzó sobre el resto de sus compañeros. Se elevó hacia el cielo, hasta superar la torre y hasta que su copa cubrió con su sombra la luna llena y ocultó las estrellas de los ojos de la princesa. Al amanecer no había nieve de diamantes con la que saciar la codicia de Morgor y controlar su ira. ¿Cómo osaba aquel árbol dejarle sin sus joyas?
Ajeno a la ira del mago, el árbol gigante se expandía día a día. Sus ramas se balanceaban en el viento y rozaban la cúpula de cristal. La princesa, en lugar de las estrellas, observaba hipnotizada el temblor de las hojas. Entre ellas los rayos de las estrellas titilaban, sin llegar a desprenderse de los astros.
Una mañana el mago montó en cólera, removió el aire con su varita para transformar el viento en huracán y lo lanzó contra el follaje. Las ramas se agitaron, al resquebrajarse se inclinaron hacia el suelo y las hojas cayeron. El mago se sintió satisfecho: ya no obstaculizarían la visión de la princesa.
Durante los meses siguientes, la nieve nocturna cayó sin interrupciones. Morgor recogía los copos y dedicaba las horas de luz a contemplar fascinado sus riquezas, en ocasiones tan fijamente que hasta se olvidó de parpadear. Sus ojos, encandilados, se abrasaron. El resto del mundo se tornó opaco. No obstante, el mago, embriagado por el resplandor de su tesoro, no se percató de su creciente ceguera.
Mientras tanto el árbol creció de nuevo. Sus ramas se extendieron y sus hojas percutieron sobre la cúpula de cristal, como si pretendieran llamar la atención de la princesa. Ahiara las escuchaba y, en el silencio de su prisión, comenzó a imitar los sonidos con su voz. De su garganta brotaron vientos de otoño y murmullos en el lenguaje secreto del bosque. El árbol le hablaba del exterior, de la libertad y ella le contaba sus hermosos sueños, esos que sólo las estrellas sabían leer a través de su mirada. Sus historias se extendieron por el bosque. Los demás árboles, deseosos de escucharla, se acercaron y crecieron hasta que ocultar la torre. Dejó de nevar. En vano buscó el mago el brillo de los diamantes. Sus ojos quemados no eran capaces de distinguir la penumbra de su mundo de las densas sombras de aquellos árboles. Presa de la frustración y la furia, Morgon se recostó sobre la torre y lanzó contra el bosque todo el poder de su magia. La tierra tembló y el delicado marfil se quebró. La torre amenazaba con derrumbarse sobre la princesa.
Al sentir la sacudida, las ramas del gran árbol se agitaron. Muchas seguían dañadas por el ataque previo del mago y, en su fragilidad, se troncharon. Penetraron en el interior del torreón a través de las brechas que lo hendían. Ahiara, aterrada, yacía inmóvil en el suelo, acurrucada en un rincón. Las ramas se trenzaron sobre ella y para protegerla con su entramado de los fragmentos de marfil y cristal que llovían sobre su cuerpo.
La torre se desmoronó. Los grandes bloques de la pared se desplomaron. Morgor, ciego y cegado por la ira, la escindía con rabia. Las piedras cayeron sobre él sepultándole en el túmulo que el mismo había creado con su hechizo.
Al morir el mago, la tierra se calmó. La princesa trepó por las ruinas aferrada a las ramas del árbol. Se refugió en la horquilla de su tronco y se abrazó a la corteza, temblorosa y muy asustada. Al aparecer las estrellas, la joven alzó la mirada. Fue un gesto instintivo, al igual que el que hacía en su prisión de la torre. La noche serenó su espíritu. Por primera vez en su vida se sintió libre, le pareció que el espacio no tenía límites, que el horizonte desaparecía en la inmensidad inabarcable de la cúpula nocturna. Fascinada, ascendió sin temor hasta el extremo más alto de la copa del árbol y contempló sobrecogida el firmamento. Estiró la mano para rozar con la punta de los dedos los reflejos que salpicaban la oscuridad. La luz se derramó. La nevada de diamantes formó un puente blanco en el cielo y Ahiara caminó sobre el arco hasta acariciar con su mano las estrellas. El cristal se derritió bajo su tacto y transformó los diamantes en sueños. Desde entonces, cada noche, los copos se esparcen, invisibles, entre los rayos de luz mientras la princesa recorre la senda de las estrellas.