Existen dos rasgos comunes en las tragedias que se repiten a través de la historia de la humanidad; lo que marca la impronta de lo que resulta trágico a través de toda nuestra evolución: a) su alto grado de dramática angustia, en el sentido que siempre se trata de asuntos donde la supervivencia está en cuestión, y b) son sucesos que afectan al conjunto de toda la comunidad porque provocan a preocupación generalizada que el orden social está quebrado.
La tragedia perturba el orden social, es revulsiva del orden de la convivencia, y su restauración depende de que una autoridad social, en la que la comunidad sienta confianza para delegarle la responsabilidad, sea capaz regresar al equilibrio.
La restauración del orden social conmocionado por cualquier tragedia exige que las personas responsables de su perturbación sean castigadas severamente con, al menos, el mismo daño que han causado.
Desde las tragedias creadas por el teatro griego clásico, el sufrimiento ocupa el centro de la escena; los clásicos dramaturgos griegos hicieron que el sufrimiento tenga sentido al conectar el dolor humano con eventos anclados en contextos de injusticia.
La tragedia como protesta justificada por el orden divino
A través de toda la evolución humana presenciamos, muchas veces con más pavor que con claridad, a varios “protagonistas” e “intérpretes” de nuestra historia que consideran a la tragedia como una opción de lucha, una forma de rebelión o protesta necesaria justificada a veces por un “orden divino”.
La expectativa social relacionada con la tragedia es la creencia que la “ley del dique” va a restablecer el orden perturbado mediante el castigo proporcional a quien actúa corrompiendo el equilibro. El concepto de “la ley del dique” consiste en la moralidad normalizada que nos advierte que las malas acciones deben tener represalias; tiene origen en la relación que el sociólogo Émile Durkheim estableció entre “la costumbre” y “la represalia” que se supone contiene el impulso a cometer delito. “El acto criminal es un delito de la conciencia colectiva y el castigo de regresar la infracción social constituye, en primer lugar, una reacción emocional” (“The Division of Labor in Society”, Durkheim, 1893).