Cuando se está convencido de los argumentos propios, cuando éstos se han forjado durante una vida, cuando se vive de ellos, no se quiere, no gusta, someterlos a consideración. No resulta agradable exponerlos para que nuestro interlocutor los cuestione, aunque sólo sea mentalmente. Por el contrario los argumentos ajenos son desechados automáticamente frente a la contrastada fortaleza de los nuestros, frente al fortín que hemos construído con ellos a lo largo de los años.
Si nuestro interlocutor es conocido, asíduo en la relación, conocemos sus planteamientos de antemano, porque lo que tiene una relación es que poco a poco se va produciendo el intercambio, poco a poco se va produciendo el enriquecimiento mútuo producto de esa visión distinta de la realidad. Cierto es que la realidad no es una, mejor dicho, si es una, pero cada uno la ve de una manera distinta. El contraste de visiones enriquece su conocimiento y abre nuestro espectro de referencias cognitivas.
Conocedores de la otra visión, podemos sopesar los argumentos contrarios sin necesidad de diálogo. Los sometemos a nuestro juicio y probamos su fortaleza enfrentándolos, en nuestro terreno, a los puntales de nuestra vida. Pero jugamos en casa, y aquí cualquier idea tiene todas las de perder, y antes de cualquier planteamiento conjunto ya hemos descartado las otras opciones.
Descartados los planteamientos de la otra persona cualquier discusión está fuera de lugar, y si las dos partes son conocedoras de la posición contraria y han procesado la situación de la misma manera, no hay lugar para el diálogo. Las posturas son conocidas y solo cabe la comunicación de cambio de parecer, de renuncia a alguno de los pilares vitales. Y ésto no es posible. Fálsamente pensamos que nuestra integridad quedaría cuestionada por la debilidad mostrada en el reconocimiento de otras estructuras.
Reafirmados en nuestra posición, planteamos, habitualmente sin quererlo, la trampa de silencio. Si quieres acercarte a mí ya sabes por donde tienes que pasar. Si quiero acercarme a ti ya sé por donde tengo que pasar. Es de doble sentido, pero con las mismas consecuencias y con un funcionamiento distinto al conocido en los artilugios reales. Éstas funcionan sin pasar por ellas. Cuando se abre la trampa atrapa a su presa. Solo cerrándola cuanto antes dejará de hacer daño al apresado. Y no es de las de pisar, o de enredarse en una red. Sus cicatrices encallecen el órgano afectado, que sangra mientras está en ella. La trampa se cierra con fuerza en nuestro corazón.