Publicado por Nacho S
Hoy vengo a hablaros de un suceso terrible. De una de esas cosas que hacen de nuestro planeta un lugar más inhóspito, frívolo, estúpido, cuadriculado y cutre. Una de esas cosas que deberían ser erradicadas de la faz de la tierra y soterradas por los siglos de los siglos para que sus víctimas nos embriaguemos sobre sus vestigios y bailemos juntos hasta el amanecer.
Hablo de los cumpleaños.
El cumpleaños es ese día del año en el que se celebra que fuiste expulsado de la vagina de tu madre en un rito que envuelve sangre, líquido amniótico, lágrimas de dolor, lágrimas de amor, lágrimas de por qué me abofetean el culo después de todo esto, súbitos cambios hormonales, sanidad pública, episiotomía, gritos, improperios y que en ocasiones también incluye hombres beta con cámaras de vídeo, chorros de mierda, rajotes en la barriga y devoramiento de placenta.
Cuenta la leyenda que el origen de todo es un complot del Club Bilderberg, El Corte Inglés y los programas de Juan y medio para que consumamos más y más y sostengamos esta sociedad capitalista y deshumanizada y ya de camino aumente el estrés y se pongan las botas las farmacéuticas metiéndonos Xanax, Tranxilium, Lexatin y derivados por un embudo.
Consciente de este terrible sometimiento, siempre he luchado por erradicar la idea de que en tan señalado día la gente debe devanarse los sesos y gastarse las pelas en un objeto fútil y fabricado por niños en Asia para quitarse la obligación de encima. En muchos casos, lejos de conseguir mi objetivo, me veo involucrado en la compra del presente apelando a mis valores ético-morales y a mi sentido de la amistad. El ritual acaba con el clic que hace la parte de las moneditas de mi cartera y con una frase del estilo:
- Decidme cuánto hay que poner, luego perdeos en el desierto y ojalá que os encuentre alguien que os dé mantecaos en vez de agua.
Una vez, en una de mis históricas batallas dialécticas contra los regalos de cumpleaños, que los libros de historia urbana reflejarán en sus páginas y serán estudiadas cuando alguna vez gobierne Podemos, me enfrenté a la siguiente afirmación:
- “En los cumpleaños se regalan cosas útiles.”
Yo, estupefacto ante tal argumentación, pregunté a la susodicha qué tamaña crueldad profesaban sus amigos, conocidos y allegados al esperar todo el año hasta ese día para regalarle viéndola necesitada de determinados objetos como hervidores eléctricos, camisetas graciosas y demás elementos encontrados en la absolutamente esencial tienda Tiger.
Imaginad a esos abominables y maquiavélicos amigos observando a su querida camarada mes tras mes desprovista de determinados cachivaches esenciales para su vida y que no es hasta el día de su cumpleaños en el que deciden mover sus carnes hasta la tienda de baratijas y de objetos con obsolescencia programada más cercana para dejar de soslayar esos vacíos materiales que han llenado de malos momentos el resto del año de su compañera.
No veía frialdad semejante desde una noche de marzo en la que presencié como un individuo vestido íntegramente de nazareno en plena Semana Santa de Sevilla dejaba a deber los seis Larios-tónica que se había tomado en un bar del centro diciendo que volvería a pagarlos al día siguiente. Sin temblarle la voz ni nada.
Luego está el tema de las fiestas. Y es que ver esas terribles sonrisas que se producen con el desenvolvimiento de los papeles de colores que contienen los regalos mientras todo el mundo mira podría catalogarse como uno de los momentos más incómodos de la vida de un individuo adulto. Tal vez empatado con llegar a casa y oír a tus padres follar.
Luego sigue el “¡gracias…!”, así rollito exagerado y siempre seguido de un abrazo para eliminar el contacto visual y conseguir que el sentimiento abrumador de incomodidad baje de los niveles estratosféricos en los que se halla.
Felicitar los cumpleaños es una jodienda. Y más ahora que está el jodido Facebook para recordarnos que todos los días cumplen años varios amigos a la vez. Lo único que puedo comentar a la fiel resistencia anti-cumpleaños que me lee (que está integrada por menos gente de lo que parece a pesar de que algunos se enlisten sin cumplir con los requisitos), es lo siguiente: quitad vuestra maldita fecha o poned una falsa y a tomar por culo. Si os felicitan en la falsa es que no os conocen de nada y son unos quedabien y si no la pones probablemente se olvidaran de felicitarte hasta tus padres, muchos de ellos víctimas que las nuevas tecnologías no han osado en perdonar a pesar de haberse criado sin ellas…
Si sigues estos pasos, cuando alguien se atreva a decirte que no le has felicitado se producirá un modelo de conversación que siempre es reiterante. Ilustro:
- Eh maldito hijo de puta no me has felicitado por mi cumpleaños.
Ante tal ataque no nos queda más que ir a hacer leña de ese árbol vulnerable al que le gusta ser recordado que cada año es más viejo, su corteza menos suave y su cabeza (o copa) más calva:
- ¿Alguna vez te has acordado de felicitarme tú a mí, hijo de mil hienas?
La persona a la que nos dirigimos cae en la cuenta de que no te ha felicitado jamás. Le entra un levísimo e imperceptible sudor frío fruto de unos milisegundos de inseguridad. Tiene que justificarse. Sus neuronas hacen sinapsis (“¡Sí! Su cumpleaños no está en Facebook.”):
- Jajajaja cabronazo pero es que no lo tienes puesto en el Facebook.
Ha sido una salida a la desesperada. A partir de este momento podemos ir a matar o ser benévolos. Yo por supuesto abogo por ir a hacer sangre:
- Yo he sido uno de los desgraciados que ha puesto 5 pavos para comparte esa lámpara tan práctica para que puedas leer en la cama, si es que sabes leer hijo de puta. Que creo que el último libro que te leíste entero se llamaba “Mi primera cartilla”. Que sé que la jodida lámpara la vas a vender por Wallapop al cabo de unos meses cuando te dejes de sentir mal por hacerlo.
Disfrutamos unos segundos de haber hecho justicia. Cerramos los ojos y recordamos la infinidad de veces que has puesto pasta para estúpidos regalos ajenos por no discutir con la peña. El sentimiento de satisfacción se reafirma. Una sonrisa se dibuja en la comisura de los labios. Nos sentimos alineados con Saturno, la estrella polar y notamos nuestro tránsito intestinal calmado como una laguna tras la lluvia.
Me miro en el reflejo del agua y me sonrío. Veo que estoy guapísimo, intento darme un pico pero me caigo y me ahogo.