La noche es oscura y silenciosa en invierno. Nosotros oímos los suspiros de los peces en el fondo del mar, y los que suben a la montaña o por las sendas de la meseta pueden escuchar el canto de las estrellas. Los ancianos, con la sabiduría que les da la experiencia, dicen que allí arriba no hay más que tierras baldías y peligros mortales. Si no aprendemos de la experiencia podemos morir, pero nos marchitamos si le damos demasiada importancia. En algún lugar está escrito que ese canto es capaz de despertar en ti la desesperación o la divinidad. Sería cuestión de subir a las montañas en las noches serenas y oscuras como el infierno en busca de la locura o la felicidad, y entonces quizá le encuentres el sentido a la vida. Pero no son muchos los que se arriesgan a emprender semejantes viajes; por caros que sean, tus zapatos quedarán destrozados y serás incapaz de afrontar las tareas cotidianas por culpa de la vigilia nocturna, y si tú no puedes, ¿quién va a hacerse cargo de tu trabajo? La lucha por la vida no combina demasiado bien con los sueños, la poesía y el bacalao seco son incompatibles, y nadie puede alimentarse de sus sueños.
Así vivimos.
El hombre se muere si le quitan el pan, pero si no tiene sueños, se marchita. Las cosas importantes no suelen ser complicadas; sin embargo, necesitamos la muerte para darnos cuenta de algo tan simple.
Este es uno de los muchos párrafos que no he podido dejar de anotar, de subrayar, de leer y releer, de marcar con esquinas dobladas en muchas de las páginas de esta novela sublime. Hacía mucho que no dejaba un libro tan ajado como La tristeza de los ángeles, hacía mucho que no sentía tanto frío, ni me acercaba a la crudeza de la vida como con esta novela.
Recuerdo que la vi la última vez que estuve en Barcelona, en un estante, con su portada blanca y su banda roja cruzándola como el paralelo 19 hace con la isla de la Hispaniola, entonces su título me llamó la atención, La tristeza de los ángeles, de Jón Kalman Stefánsson, un autor islandés del que no había oído hablar en mi vida, aliciente suficiente para echarla a la bolsa con la sensación de portar un tesoro. Y así ha sido, porque realmente la historia es maravillosa.
La trama en sí, a pesar de no ser demasiado original, sí es sorprendente, pues a un aislado pueblo de la costa oeste de Islandia llega de repente el cartero, Jéns, un tipo rudo, grande, parco en palabras, medio congelado, a la casa de Helga, una especie de lugar de reunión donde varias personas se encuentran tomando café y aguardiente, y escuchando recitar Shakespeare de labios de un joven forastero que había llegado a la aldea unas semanas atrás con un baúl lleno de libros. Tras un breve descanso, el cartero parte de nuevo con rumbo a los fiordos más remotos de la región para continuar con su reparto, pero esta vez lo acompaña ese joven forastero, el muchacho, con quien se embarca en una peligrosa travesía desafiando tormentas, ventiscas, acantilados y los mil peligros que se dan cita en esa región ignota y hostil del planeta. Y es a partir de esa travesía donde la novela me pareció una de las mejores que haya leído jamás.
Reconozco que al principio se me hizo muy cuesta arriba, mucho, porque todo es extraño. El lenguaje es extraño, los paisajes son extraños, el alfabeto es extraño, los nombres son extraños, Bárður, Geirþrúður, Pétur, Þorvaldur, Bjarni, Kolbeinn (este merece mención aparte), nombres que uno no sabe si son masculinos o femeninos, si son de personas, de cosas, de lugares, de ríos o de fiordos, nombres, palabras que descolocan al lector porque ha de tener una memoria prodigiosa para recordar cada uno de ellos y que dificultan la normal transición en la novela. Decía que Kolbeinn merece mención aparte porque me pareció un personaje muy digno. Él es una de esas personas que están tomando café en la casa de Helga, un viejo marino que se ha quedado ciego y que obliga al muchacho a que le lea libros porque él ya no puede.
Nombres y lugares que pueblan la primera parte y que poco a poco comienzan a desparecer como desaparece todo lo demás en cuanto Jéns, el cartero, y el muchacho parten a entregar el correo y se aventuran en su inhóspito viaje. En ese momento, en lo que corresponde a la segunda parte de la novela, la vida se va condensando en una sola idea, sobrevivir donde lloran los ángeles, donde sus lágrimas, la nieve, cubren todo incluso el alma de los hombres. Jéns y el muchacho caminan cargados con las sacas de correo y van visitando diferentes lugares, granjas apartadas donde se encuentran con realidades extraordinarias. Un reverendo que no puede satisfacer a su mujer, una familia con hijos enfermos, una granja en la que apenas la pareja de abuelos que allí viven caben de pie, otra granja donde ha muerto la madre de la familia meses atrás y no pueden enterrarla hasta la primavera porque el invierno los tiene completamente aislados mientras que el fantasma de esa madre guía a los desconocidos hasta la granja para que se la lleven, un hombre que hace mil trescientos días que no hace el amor porque ese es el tiempo que hace que no ve a la única mujer que quiso acostarse con él, historias, recuerdos, confesiones que brotan de golpe en los corazones solitarios de los personajes abandonados por la mano de Dios hasta que Jón Kalman Stefánsson los rescata en sus páginas para los lectores, y que vuelven a quedar allí, sepultados por las páginas como si fueran toneladas de nieve esperando a que otro lector los salve del olvido, a que otro cartero los visite con noticias y cartas remotas de algún pariente o de algún asunto oficial. “Estaba preparado para que la muerte llamase a mi puerta, pero no el cartero, dice el hombre” en uno de esos muchos párrafos subrayados.
La tristeza de los ángeles está cargada de poesía en su prosa, de elegancia, de dureza, de realidad, pero también de esperanza a veces encarnada en el muchacho, mucho más joven que el cartero, y que todavía atesora algo de humanidad, de ilusión por vivir, de confianza en las palabras y en las relaciones con la gente, todo lo contrario que Jéns, quien a fuerza de atravesar las ventiscas y las tormentas en solitario se ha acostumbrado a permanecer en silencio y a avanzar con un tesón que ni el mismo diablo puede detener y que se ha convertido en su única razón de existir.
Sin embargo, y aún a pesar de la extrema dureza de los paisajes, de las relaciones, de la vida, no es una novela triste, bien al contrario, es una novela casi de aventuras, perlada con gotas de humor e ironía de alto octanaje, pero también sobria, transcendental, poética, burlona y humana. Tan humana como la relación que se establece entre dos personas cuando se enfrentan a la muerte, la relación entre el muchacho y Jéns basada en las cuatro frases que se pueden gritar a través del viento endiablado, en los breves descansos en que llegan a un refugio o cuando consiguen asilo en alguna de las granjas en las que dejan su correo. Un reconocimiento de las relaciones humanas en un lugar donde no hay apenas humanos y donde esos humanos apenas emiten palabras.
Como decía, es una novela que he dejado tiznada de rayas, de marcas, de hojas dobladas y frases magníficas.
Hoy no puedo ir a trabajar por culpa de la tristeza.Pues el señor Jón Kalman Stefánsson sí lo hace, y lo hace en esta novela maravillosa que nadie debería perderse.
Ayer vi esos ojos y por eso no puedo ir a trabajar.
Hoy me resulta imposible ir al trabajo porque mi marido está tan hermoso desnudo…
Hoy soy incapaz de hacer nada porque la vida me ha traicionado.
No puedo ir a la reunión porque hay una mujer tomando el sol delante de mi casa y su piel resplandece.
Nunca nos atrevemos a escribir estas cosas, …
Resumen de la novela (editorial)
Consolidado ya entre los escritores europeos más relevantes del momento, el islandés Jón Kalman Stefánsson transporta al lector a un territorio situado entre los sueños y la realidad, entre la inocencia y la conciencia, un lugar bañado en una luz crepuscular y melancólica que permanece viva en la memoria. En esta obra de singular valor literario, el autor de Entre cielo y tierra —primer volumen de una trilogía— explora las profundidades del alma humana con tal maestría que logra emocionarnos como sólo lo consiguen un puñado de libros en cada generación.
El invierno llega a su fin, pero la nieve aún lo cubre todo: el suelo, los árboles, los animales, los caminos. Luchando contra el gélido viento del norte, Jéns, el cartero que recorre los aislados pueblos de la costa oeste de Islandia, se refugia en casa de Helga, donde varias personas se encuentran reunidas bebiendo café y aguardiente, y escuchando recitar Shakespeare de labios de un joven forastero que llegó a la aldea tres semanas atrás con un baúl lleno de libros. Sin embargo, ni el calor del hogar ni la buena compañía retienen a Jéns, que continúa la marcha para entregar el correo en uno de los fiordos más remotos de la región. Sólo que esta vez lo acompañará el muchacho desconocido, con quien, atravesando tormentas y ventiscas, recorrerá los senderos que bordean los acantilados en una peligrosa travesía marcada por los encuentros con los granjeros y pescadores de la zona. Durante la dura jornada, los dos viajeros gozarán también de momentos de gran belleza, estoicismo y ternura, y sus disquisiciones sobre el amor, la vida y la muerte derretirán lentamente el hielo que los separa de sí mismos y del resto de los hombres.
La tristeza de los ángeles es un libro de una belleza tan única y envolvente como los fúlgidos paisajes que recorren los protagonistas entre noches pobladas por los susurros de un entorno invisible e insondable. En ese medio inhóspito, cuando la línea que separa la vida de la muerte es tan frágil, sólo importa lo que realmente nos ata a este mundo.