Fue en el año 2000 cuando Miguel Sánchez Robles, poeta y cuentista de amplia y aplaudida trayectoria, publicó su primera novela, que obtuvo el premio Fray Luis de León: La tristeza del barro. En ella, los lectores podían encontrar la historia de un hombre de cuarenta y cuatro años, internado en un sanatorio mental, que reflexiona sobre su entorno, los personajes que lo rodean o el sentido del vivir. Desgarradamente, monologalmente, el protagonista consigna por escrito el balance de sus angustias y llega a conclusiones aterradoras sobre la esencia misma de su respiración (“Todas las tardes escribo a rachas y mi nombre es nadie y mi vida es nadie y mi sueño es nadie y todo es nada, nada, nada”, p.22).
Si rastreásemos este volumen con lupa, podríamos aducir líneas de pensamiento e incluso frases textuales que proceden de sus libros anteriores, y esto obedece sin duda al hecho de que La tristeza del barro se erige como una especie de compendio ideológico, de crisol, de destilación, de todas las obras de Miguel Sánchez Robles: la dureza de un mundo en crisis, el apayasamiento de la vida, el cansancio, la banalidad programada, el fingimiento, las escapatorias imposibles, la desolación. Bastaría que mirásemos a nuestro alrededor para convencernos de la universalidad de esa tristeza del barro, que el caravaqueño resume con un ejemplo suficiente: los titulares de la prensa o de cualquier informativo de televisión: “Han detenido a un traficante de no sé qué. El aire está cargado. Los pantanos en el sur andan mal de agua. Hay una cosa que se llama la uefa. Una tal Cindy Evans se ha operado los pechos. Salmodia un cardenal. Alguien famoso ha muerto de paro visceral. Se prevé la hazaña de batir el récord de la hora en bicicleta. Está a punto de inaugurarse el curso en la Facultad de Derecho. Declaraciones de Cela sobre el despido libre. Nace la primera niña con genes a la carta y se llama Jennifer. El Fiscal General tiene flebitis. Se tomarán medidas contra los serbios, no se concreta más: habrá medidas. Tragedia en Bangla Desh, como siempre tragedia en Bangla Desh. Mandela tiembla en África, ese continente lleno de ancianos y mujeres grandes. Otras dos niñas muertas aparecen enterradas en un solar urbano. Esa comosellame canta Lovely Fashion en la radio. Huelga de los obreros del metal. La Seguridad Social está en quiebra. Suecia está triste. Arde Maracaibo. La vida empieza nunca y Dios y Dios y Dios en ningún sitio” (p.38).
Todo el volumen está salpicado por gemas negras de ese calibre, por fogonazos oscuros donde late la honda desazón de quien ha descubierto (ya para siempre) que vivimos un simulacro de normalidad, un espejismo de felicidad, un cosmos secretamente turbio. Quien se adentre en las páginas de este libro debe prepararse para contemplar la zona menos confortable de su entorno. Y ser capaz de afrontarla.