José Manuel Durâo Barroso, presidente de la Comisión Europea, acaba de recordar en el monasterio de Yuste, Cáceres, que la unidad europea se enfrentó “más de una vez a lo que pretendía superar, los egoísmos nacionales, los nacionalismos extremos, las guerras”.
Durâo Barroso fue un discutido dirigente de Portugal, pero ahora representa a los 28 estados miembros de la UE, que suman nueve veces la superficie de España y diez veces y media su población.
Por tanto, recoge el espíritu de aquellos seres colosales que inspiraron lo que es hoy la Unión: Robert Schuman, Konrad Adenauer, Jean Monnet, Paul-Henri Spaak, Walter Hallstein, Alcide de Gasperi, Altiero Spinelli y Winston Churchill.
Habían sobrevivido la II Guerra Mundial, la de los nacionalismos, y decidieron que nunca más deberían repetirse los enfrentamientos geográfico-culturales, entre países grandes, y entre grupos culturales interdependientes, como en los Balcanes, que provocaron al menos 56 millones de muertos en Europa y Asia.
Durâo Barroso ha lanzado su aviso a los calenturientos partidos y autoridades catalanes, esa Liga Norte cuyo original italiano es su único apoyo intternacional, que llevan a sus ciudadanos más pasionales a un nacionalismo camino de la violencia, justificada porque que “los españoles” pisotean su sagrado territorio.
Atentos, porque por mucho menos hemos visto a numerosos ciudadanos apacibles del barrio de Gamonal, en Burgos, aplaudir a los radicales más violentos.
El Ayuntamiento holló su patria chica, su calle, y los extremistas comenzaron una guerrilla, “kale borroka”, que se extendió inesperadamente a otras ciudades ajenas al caso.
La violencia acecha. Pequeña por un bulevar, grande cuando se envenena de más y Mas nacionalismo a los “abertzales” de cualquier región.
Ahora, los ardorosos patriotas catalanes acosan a los diferentes y agreden a los que no los apoyan: los patriotismos geográfico-cultural y étnico empezaron la última guerra acompañados del entusiasmo popular.
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SALAS