—Estoy hasta las narices del temita catalán —dice el padre.
El telediario recita su mantra habitual, un sesgado conjunto de noticias que han visto la luz hace seis horas en las redes sociales. Ni una palabra sobre la cruda situación de los mineros en la zona del Bierzo. Internacional: terremoto en Pakistán; ocho mil quinientos desaparecidos. En otro orden de cosas: roce de cucharas contra el plato, sonido acuoso y sorbos; sopa de garbanzos para comer.
—Hay un meme cojonudo de Puigdemont que lleva circulando toda la mañana, mirad —comenta la hija: treinta y dos años, periodista en paro. Pasa el dedo sobre su Smartphone y enseña la foto a sus padres. Pequeñas risas. Vuelta al plato. Sopa de garbanzos para comer en un martes nublado de febrero que, por si eso fuese poco, también es trece.
—¿Alguna novedad? —inquiere el padre refiriéndose, aunque conoce de sobra la respuesta, a asuntos de trabajo. En la mente de la joven se dibuja inmediatamente el hashtag #preguntasqueasustan.
—Pásame la sal, últimamente me sabe todo soso. ¿Y aquella oferta en la que te registraste en no sé qué web? —añade la madre. Un gesto con la mano desvela unas cuantas migas de pan adheridas a la manga de su chaqueta. No tiene tiempo para quitársela; jornada partida; vuelve al trabajo después de comer.
—Sigo en proceso de selección. Me dijeron que la empresa se comunicaría conmigo en cuanto tomase una decisión.
—¿Por qué no les llamas?
—No me dieron ningún número.
Choque de generaciones. Silencio.
Sucesos: asesinato de dos menores; juicio mediático.
Melodía. Volvemos en seis minutos. Anuncios.
—Pon Antena3, que dan los Simpson —suplica la hija. El periodismo tradicional le da vértigo fóbico, de ese que te incita a tirarte desde lo más alto.
Se retiran los platos. Carne con tomate de segundo y después café. Desde que era una niña, siempre que hay sopa de garbanzos de primero hay carne con tomate de segundo. Son dos platos que su mente los interpreta como uno.
—La voz de esa cría me pone histérica—. La madre lo dice por Lisa Simpson, siempre lo dice—. Puedo hacer un huevo frito si queréis—. Eso también lo suele decir.
—No te pongas a freír ahora, que ensucia mucho —sentencia el padre.
—Este miércoles tenemos reunión, igual conseguimos la sala principal para la exposición de fotografía —comenta la hija. Quiere hacerse un lugar en la selva del mundo freelance. Su tuit de la mañana, “trabajadora por vergüenza ajena”, se ha llevado un buen número de likes. Ante la ausencia total de reacción por parte de sus padres, deja escapar su mente por unos segundos. Piensa en la última cerveza que hay en la nevera, esa que lleva siendo la última desde hace semanas y que no se atreve a beber porque cree que con ella, se irá también su juventud. Sale de la burbuja. Tose fuerte, se pasa la mano por la nariz y se suena los mocos con una servilleta de papel. Explosión olfativa. Huele a sí misma. Hoy no se ha duchado.
—Haznos café, por favor —dice el padre.
La hija, obediente, se levanta. Su móvil vibra sobre la mesa; whatsapps y correos sin relevancia. Las buenas noticias no llegan un martes nublado de diciembre en el que como siempre y desde que era una niña, hay sopa de garbanzos de primero y carne con tomate de segundo para comer. Esos días acostumbran a repetirse y a pasar, cual perros abandonados sobre el pavimento mojado. Una siesta y salir a tomar algo después puede que los hagan más llevaderos, pero nada más. Viven en un bloque-colmena, en un barrio en el que a veces se escucha al afilador, al patatero o al chatarrero, y en el que también algunas veces, sobre todo cuando se recrudece el invierno, hay gente que va piso por piso pidiendo dinero a puerta fría.
—Vete al médico a que te miren esa tos —frase de madre.
Suena el timbre. Silencio. Viento enfermo que se cuela por una de las ventanas. En un típico acto reflejo, el padre baja el volumen de la televisión. No suelen llamar a esas horas, salvo los que van piso por piso pidiendo dinero. Ya que la hija está levantada y el café ha comenzado a gotear sobre la jarra de cristal, acude ella a abrir la puerta. Se escuchan unos murmullos.
Si en la cocina se jugase ahora a leer los labios de la tele enmudecida, la respuesta acertada sería que Ned Flanders está gritando “¡cortinitas moradas, adoro las cortinitas moradas!”. Capítulo archirepetido. Pero los padres están a otra cosa; cada uno a su disimulado estilo, intentando averiguar qué es lo que sucede en el recibidor.
—Será el vecino que viene a por el paquete de Amazon que le llegó ayer cuando no estaba —dice el padre.
—Le hubiera distinguido la voz, la tiene muy grave y habla alto —contesta la madre.
—Pues no sé, ahora nos dirá —culmina el padre.
Pero pasa el tiempo, la puerta no se cierra y la hija no vuelve.
La madre, alerta, se levanta. El café ya no cae con tanta fuerza sobre la jarra de cristal.
Va al salón. Nadie.
Nadie en el pasillos. Nadie en las habitaciones. Nadie en el otro baño.
Es un martes nublado de febrero en el que como siempre, de segundo, ha habido carne con tomate.
Cuando regresa al recibidor, se queda mirando a la puerta que, entreabierta, deja escapar por la rendija la calidez de la sopa de garbanzos. Su hija no está, y si la madre abriese ahora mismo la nevera, comprobaría que la última lata de cerveza se ha ido con ella.
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