Ocurrió en la noche de San Valentín de 2016 y tenía toda la razón. La fiesta fue en casa de Carlos y había más gente de lo habitual. No soy un tipo antisocial, pero no me apetecía aquello. Me agobié un poco con tanto beso y tanto saludo a gente que llevaba más de diez meses sin ver y repté por el pasillo hasta la cocina. Me entretuve un rato mirando las fotos del pasillo y me pregunté si Carlos sabía lo que hacía con su vida, porque yo desde luego no. Había vuelto de México dos semanas antes y aquel piso me parecía el extranjero.
Una vez que conseguí exiliarme en la cocina, saludé de lejos a los que fumaban en el balcón y abrí la nevera. Quedaba una cerveza y llevaba mi nombre. Escuché unos tacones y supe con exactitud quién era. Por eso se me escapó un “joder” mientras la abría.
— ¿Qué tal la vida, Marco?
— Se deja llevar. Al menos he pillado la última. ¿Todavía fumas?
— ¿Todavía bebes?
Le hice un gesto a modo de brindis con el botellín y ella levantó el paquete de tabaco. Carol seguía siendo la más guapa de la fiesta, la más lista de la clase y el error más grande de mi vida.
— ¿Sabes si este edificio tiene azotea? Paso de salir al balcón.
— Segunda puerta a la derecha. Y voy contigo, rubia.
Hacía más de tres años que no follábamos y me di cuenta entonces de que también echaba de menos su cuerpo. No sé si fueron las vistas del quinto piso o la ciudad que nos daba la espalda, pero yo, que nunca he tenido miedo a las alturas, me dio vértigo echar la vista atrás. Y, claro, no lo quise evitar.
— ¿Por qué lo dejamos, Carol?
— Porque fuiste un gilipollas.
Y se encendió el cigarro con más clase que la Garbo. Tocado y hundido. Asentí porque tenía razón, asentí porque era la verdad. Debió de notarme el suspiro, porque levantó el pie del pedal.
— Hace ya más de cuatro años de todo aquello, Marco. Ahora somos otras personas.
— Yo lo único que soy es más cínico y un poco más calvo. Lo que más me jode es que tú sigues tan real como siempre. ¿Estás con alguien?
— Gracias. Sí, sí estoy con alguien.
— Te voy a decir la verdad: no, no me alegro. ¿Vais en serio?
Seguía teniendo aquella mirada fría en los momentos clave, con la ceja levantada. Más que mirada, parecía una advertencia. Quería decir “vas a abrirte la cabeza contra el muro de mi indiferencia y me voy a quedar mirando”. Pero no le hacían falta las palabras, no teníamos dudas ninguno de los dos. Suspiró, pero al revés, echó el humo al viento.
— Sí, vamos en serio.
— ¿Te hace feliz?
— Sí
— ¿Más feliz de lo que fuiste conmigo?
— Me hace mucho menos infeliz.
De alguna manera metafórica, me saltó tres dientes de la hostia. Yo había entrado en el callejón sin salida del “a mí ya todo me da igual” y supe que los golpes los estaba recibiendo ahora, pero que el dolor llegaría horas después. Cuando la buscara en las redes sociales.
— Yo aún te echo de menos.
Tuvo piedad y no se encogió de hombros, pero se empezó a notar la tensión.
— Mira, Marco, al principio fueron tiempos, pero luego ya todo se volvió feo.
— Siento lo de Gloria.
— Y lo de Arantxa.
— Y lo de Arantxa.
— Y lo de Mar.
— Y lo de Mar.
Justo ahí se encendió su segundo cigarro y al rato se le volvió arma de fuego.
— Sabes, ¿Marco? Lo que nunca llegué a comprender era qué sacabas con todo aquello. Podrías haberme dejado y haberte dedicado a follar con todas. Yo lo habría pasado mal un tiempo, pero no habrías ahorrado aquel añito de miseria. No tuvo sentido.
— ¿Qué quieres que te diga? Estaba enamorado de ti.
Creí que me empujaba desde el quinto. Fue algo inconsciente, un acto reflejo, pero di un paso atrás y me agarré al botellín de Mahou.
Lo que también hacía muy bien Carol era medir los silencios. Tenía la medida cogida a la perfección. Era capaz de llevar la conversación por donde ella quisiera sólo con esperar el tiempo apropiado. Por eso, en aquel momento, empecé a contar los segundos y lo que había querido decir si hubiera contestado. Dos segundos de pausa querían decir “has dicho una gilipollez y ahora ambos vamos a fingir que cambiamos de tema”. Cinco segundos significaban “piensa bien lo que vas a decir ahora”. Siete segundos, “lo tienes muy jodido”. Diez segundos, “te va a doler”. Veinte segundos, “llama a tu abogado”. Llevaba más de treinta sin decir nada. No supe reaccionar.
— ¿Te has enfadado?
— Sí, en abril de 2012.
— Entiendo.
Apagó el cigarro con más ira de lo habitual, cometiendo un pequeño asesinato con mucha saña. Le sobraba alevosía. No pude apartar la mirada de ese simbólico acto de violencia exagerada y me imaginé todo el cenicero lleno de sangre. La imagen era muy potente, en parte, claro, porque en toda aquella metáfora de odio y destrucción estaba claro que el cigarro era yo.
— Feliz San Valentín, hijo de puta — dijo antes de marcharse.
Y no le faltaba razón.
Visita el perfil de @distoppia