Revista Opinión

La última gota del desierto

Publicado el 28 enero 2020 por Carlosgu82

La cosa fue así.

Los feligreses aguardaban en la antesala del Altar Supremo, cada cual con una pena en su corazón que derramar frente al rostro de Dios.

“¡Seas oído satisfactoriamente, querido hermano!”

Anunciaban jubilosos los fieles presentes.

Salió un sucio arriero del altar, arrastrando un costal de leña, se enjugó sus lagrimas negras por la mugre y se marchó feliz.

— ¡Dios oiga tu ruego, buen arriero! – anunció la multitud jubilosa.

— ¡El Padre te colme de alegría y bendiga el fruto de tu vientre! —alabaron ante la salida de la mujer encinta que perdió a su esposo en la muerte. Rostros iluminados y agradecidos salían del Supero Altar, uno tras otro, acompañados de los vítores que brotaban como el chorro incansable de una fuente.

Aconteció, después de muchas oraciones y ruegos, que una luz colmada de potencia y claridad iluminó el centro del lugar en donde los fieles pedían a su Dios. La luz resultó tan brillante y cegadora, que los curiosos se acercaban cubriéndose los ojos con el dorso del brazo para no quedar ciegos con el tremendo resplandor. Creían volverse locos cuando escucharon una voz colmada de poder tronar en lo alto, de donde la luz parecía nacer:

—¡Mi caudal de bendiciones son derramados sobre ustedes! – la voz era semejante al trueno.

Un grupo de personas temerosas comenzaron a retroceder cubriéndose los oídos.

La voz continuó:

—¡Día como hoy no será presenciado jamás!

Acto seguido, la luz se apagó, tal como se extingue un fuego fatuo. Un mar de murmullos y sollozos se alzó de entre toda aquella multitud. De nuevo, los ojos de los presentes quedaron maravillados ante lo que veían.

Una figura resplandeciente en posición de reverencia se encontraba en medio de ellos. Un silencio sepulcral amortajó al Altar Supremo, oyéndose apenas el rumor del roce de sus ropas cuando se empujaban para observar al ser alado que había descendido del cielo. El silencio se esfumó.

El sacerdote del Altar Supremo estalló en júbilo:

—Dios ha enviado a su ángel en respuesta a nuestras ardientes súplicas. ¡Alabado sea nuestro señor!

—¡Alabado sea! — exclamó la muchedumbre a una sola voz, y emprendieron en saludos y abrazos unos con otros, intercambiando bendiciones y excelentes deseos a su prójimo.

El ángel permaneció inmóvil.

El tumulto comenzó a menguar paulatinamente, mientras los hombres se acercaban al enviado de Dios.

—Quiero pedirte, amo divino – comenzó uno de los fieles que padecía múltiples enfermedades – que me ayudes con esta enfermedad que he venido arrastrando desde que tengo memoria. Nada me ha podido sanar, he quedado en la calle y no hay quien vele por mi salud. Sé que, si te apiadas de mí, podré ser sano, curado de mis numerosos males. Si tan solo tú, amo divino, envías tu bendición a tu siervo, quedaré libre de dolencias. Te ruego, amo divino, que… — un murmullo comenzó a formarse entre sus condiscípulos. Se escucharon palabras como “¡Ajj!, que ya termine de una vez” “Egoísta, todos queremos pedirle al ángel…” “Ni que estuvieras tan grave, en cambio yo…”

— … te ruego, que extiendas tu mano poderosa, y me harás inmune a mi dolor. Es todo lo que te ruego, amo divino – el hombre se alejó haciendo una reverencia e inclinándose ante el enviado resplandeciente.

Otro de los hombres que se hallaban cerca del ángel se abalanzó a cuesta de empujones y se arrodilló frente al ángel:

—Amo Divino, mi hijo se encuentra muriéndose en su cama, se ha contagiado de la muerte. Pero la muerte para ti no es adversaria, Amo Divino. Te ruego que vengas a casa, y tan solo extiendas tu mano, y mi hijito será curado—, el hombre extendió la mano, desesperado, y asió al ángel del brazo, quien permaneció en el mismo estado que antes, sin dar indicio de movimiento.

—¡Cómo te atreves a ponerle una mano encima al Iluminado de Dios! – bramó el sacerdote del Altar Supremo – Tu asunto no es de suma importancia, lo de tu hijo enfermo es un caso perdido, debe estar muerto ahora mismo, mientras tu le haces perder el tiempo al Hijo de Dios. ¡Lárgate de una vez! – la multitud respondió como un eco estridente.

—Señor, disculpa a este pobre diablo que no entiende la misión divina – continuó el sacerdote dirigiéndose al ángel – Ahora, Señor, permíteme extenderte mi humilde petición…

—Yo estaba aquí antes que usted, sacerdote – interrumpió una voz.

—Discúlpeme usted, pero en mi casa se mueren de hambre – protestó el arriero —Mis crías no han probado pan debido a la sequía de la tierra. Mi mujer está terriblemente enferma, y uno de mis hijos se me murió hace tres días, y hoy…

—¡Mi hija murió apenas ayer, Amo Divino! —bramó desesperadamente una voz femenina

—¡Calla mujer, estás loca, tu nunca has dado a luz hija ninguna! —reprendió el sacerdote a la pobre mujer, que observaba al ángel con la mirada perdida y ausente de la realidad, inconsciente incluso de si ella misma era real, o tan sólo un producto más de sus alucinaciones.

—…Hoy se me ha muerto el ganado, Mi Señor – continuó el arriero con su súplica – te ruego, Mi Señor, que me proporciones el pan para comer por lo menos hoy – el lastimero ruego del arriero era ensordecido por las voces de las embravecidas personas que reñían por ser escuchadas. Los feligreses se empujaban unos a otros, riñendo como perros por un hueso.

—He perdido mi trabajo, no se de que voy a vivir, Dios Bendito – gritó un hombre.

—Yo no tengo un techo en el cual refugiarme de la lluvia, Señor – el limosnero se arrastraba por entre los pies de los presentes, quienes, al verlo, le propinaban patadas en el estómago y en las costillas.

—Señor – continuó el limosnero — yo no tengo nada ni a nadie que vea por mí. He vivido solo y olvidado…

—¡Cállate, menudo harapiento! lárgate de aquí, seguramente le das asco al Enviado de Dios. Tu ni siquiera asistes a la iglesia, tan solo sabes pedir, pero jamás osas en ofrecer alguna dádiva a Dios. ¡Vete! – el hombre se marchó arrastrándose por el suelo polvoriento, recibiendo insultos y patadas como era costumbre.

La tarde comenzaba a decaer, pintando al cielo pálido de estelas rojas. Incontables súplicas simultáneas desgarraban el aire frio. La noche llegó acompañada de una fuerte tormenta. Una fulgurante nube se formó encima del ángel, quien se incorporó con los brazos cruzados y con la cabeza sobre el pecho. Los fieles observaron al ángel, quienes no cesaron en sus disputas, lazándose injurias unos a otros, y menospreciando las penas ajenas. Las voces callaron repentinamente cuando el ángel calló de rodillas, y se desplomó sobre un charco de lodo. Los ropajes blanquecinos y pulcros quedaron cubiertos de fango. La figura resplandeciente que había sido en un principio quedó reducida a tan solo a un bulto deforme, que se desplomó ante los ojos de la multitud que lo aclamaba.

Fue la primera vez que, según se cuenta, un ángel murió.

EPÍLOGO

Quizá Dios en su Altísima morada se cuestione sobre la muerte de aquel ángel, que bajó para conceder los favores de la humanidad.

—Con lo que nunca contó – les diría Dios a los demás ángeles – es que la humanidad no estaría preparada para su llegada.

—Padre, ¿Tu aún crees en la humanidad? —preguntaría algún querubín.

—Por supuesto que sí— la mirada de Dios se pierde por un momento en el vacío—. Aún tengo la esperanza de que lleguen a amarse unos a otros. Sólo así, tal vez, se olviden al fin de que necesitan un Dios.


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