Georges Perec (1938-1982). Foto © Anne de Brunhoff.
El juego, como la vida, tiene reglas que es preciso ir acomodando a cada paso, no tanto para que se cumplan el fracaso o el éxito —al fin al cabo “ambos impostores”, ya sabemos— como por la inexcusable condición de que se mantenga la llama encendida y no del todo arrumbadas las ganas de jugar. Esto es, mientras dure y pese a todo, un invento constante: siempre hay alguna puerta por abrir, y a nosotros nos corresponde buscar la llave adecuada o, en muchas ocasiones, fabricarla a propósito sobre la marcha, sin descartar la necesidad de recurrir a utilizar —tres urgencias hacia una acción impredecible— los dientes para forzar los cerraduras. La vida, dijo el poeta en un momento de máxima lucidez y tristeza, no es noble, ni buena ni sagrada. Pero mientras nuestra conciencia no nos muestre otra realidad transitable es lo único que tenemos. De modo que lo mejor será ver la manera de llegar al final de este vademécum sin PERECer en el intento ni ser conquistados por el diente roedor del tedium vitæ. ¿Y qué mejor recurso para ello que calcar la actitud del último invitado, nada más y nada menos que ‘El viejo pintor que hizo caber toda la casa en su tela’? El libro de Perec es ese lienzo. Serezhade camina de puntillas por él, como sonámbula. Han sido unas cincuenta noches en las que han ido compareciendo, y por su orden, los 179 personajes de la novela de la vida y que, oh casualidad quizás causal, Serezhade coloca en su LUN 500, cifra esencial de la obra y fulcro de esta aventura que alcanza aquí su meta volante. Gracias, maestro, está bien lo que bien perece.
(LUN 500 ~ «Perec al paso», y 179)