Siempre ocurre la última semana de agosto. El calor se intensifica, exhalando el último aliento que anticipa el fin. Uno mira hacia atrás, y se da cuenta que el verano volvió a ser corto, desaprovechado, decepcionante. El calor es pegajoso, reposa en la piel, mina la energía, y hace más difícil el optimismo. Tal vez el truco consista en convertir el año entero en verano. Llenar las playas en pleno invierno, desafiar al frío, creer que a las ocho de la tarde el cielo sigue siendo azul. Pero con frío. Sin calor. Eternizar el verano.
O eternizar el invierno, aunque sea imposible. Será mejor recordarlo, anticiparlo. Las lluvias, la nieve para el que la vé, las tardes en casa, el calor de la estufa, el chocolate caliente, la manta salvadora. Pero también esas manos frías, el maldito dolor de piel, el agua que cae de la nariz. ¿Qué elijo? El dilema entre eternizar o aceptar. Pasar más tiempo en la calle o menos. La piel pegajosa o dolorida. Lo bueno o lo bueno. Lo malo o lo malo. Verano o invierno. Tú o yo. Nosotros.