Revista Opinión

La universidad del norte. Teoría del estallido

Publicado el 01 diciembre 2012 por Romanas


La universidad del norte. Teoría del estallido.  Anoche, Angels Barceló, en Hora 25, preguntaba por qué no estalla la situación, ella se preguntaba por qué no se producía el estallido y, sobre la marcha, lo relacionaba, creo, también, en una especie de batiburrillo, o a lo peor soy yo el que lo hace, con la puñetera economía sumergida. Con motivo de la no repercusión de la subida del índice de precios al consumo, el famoso IPC, en las pensiones, ponía de manifiesto, también, que son éstas precisamente las que seguramente están aguantando la situación, y la muy puñetera, a mí no acaba de convencerme que lleve al programa a tipos tales como Emilio Contreras, el tal Paco Jiménez Alemán y, sobre todo, a un tal Juan Carlos Martínez, prototípicos representantes de la ultraderecha, si los hay, a los que ella reviste de un barniz moderado que de ninguna manera existe.  Efectivamente, yo soy uno de esos jodidos, puñeteros pensionistas, y de mi pensión malviven, malvivimos, mi matrimonio, mis dos hijos enfermos crónicos e irrecuperables y, de vez en cuando, un sudamericano o dos que vienen a echarnos una mano en cosas que nosotros, 2 viejos ancianos y enfermos, no podemos hacer ya.  ¿Esto es economía sumergida? En la postguerra lo llamábamos “hambrear” porque lo cierto es que ya todos estamos pasando puto hambre, unos más y otros, menos, mientras ellos, los jóvenes cachorros del PP se reúnen en un buen restorán a echarse unas risas, dice el titular del diario, jaleando a la cachorro de Fabra por aquello tan gracioso que dijo a propósito de los parados: “que se jodan, coño, que se jodan”.  Y es que la ultraderecha, que se ha apoderado de España, ya no tiene bastante con jodernos pero de verdad sino que necesita también hacer burla y escarnio de todos nosotros, los que estamos muriéndonos, poco a poco, de hambre.  Su postura es ya tan bravucona, tan asquerosamente chulesca que han recurrido al Constitucional la decisión de Euskadi de pagar la extra a sus funcionarios, amenazando, además, con denunciarlos penalmente a la Fiscalía General del Estado para que ésta inicie diligencias por el delito de prevaricación al conculcar esta Comunidad, según ellos, la norma general del gobierno de la nación que lo prohíbe.  Y, si faltaba poco, como algunas comunidades autónomas habían comenzado a gravar con impuestos especiales a la Banca, han promulgado, mediante ley general, un nuevo impuesto nacional para ésta cuyo tipo de gravamen es 0 patatero de manera que ya, en virtud del principio general tributario que prohíbe la doble imposición o la imposición múltiple, no ya sólo es que no podrán establecerse de ninguna manera nuevos impuestos a la Banca sino que se anularán los ya establecidos.  Esto, todo esto, ¿es una provocación?  No, es mucho más que eso. Nos están diciendo de una manera muy clara, para que lo entendamos muy bien, incluso los más torpes, que no hay nada que hacer, que la situación será todo lo canallesca que sea pero que, además, es absolutamente irreversible, de modo que ajo y agua.  Porque ellos tienen el poder económico, Merkel, y el poder militar, Obama y los demás, el que tenga sarna que se rasque.  Por eso, anoche, una persona tan poco sospechosa de veleidades revolucionarias como la Barceló, que ha echado de su programa a tipos como Carlos Carnicero y José María Brunet, porque le parecían 2 rojos excesivamente peligrosos, para reponerlos en su tertulia con el mayor de los retrógrados que yo he visto en mi vida, el tal Juan Carlos Martinez, al que todavía le parece poco lo que está sucediendo, y esa especie de cosa, porque yo no sé lo que es, que responde por Paco Jiménez Alemán, que dícese periodista y dirige Telemadrid, parecía que echaba de menos que todavía no se haya producido lo que ella llamó “el estallido”.  Lo que nos lleva a recurrir a los teóricos clásicos de la revolución que nosotros, en nuestra modestia, conocemos, Cohn-Bendit, Toni Negri y Gramsci. De los 3, el único que no ha estado en la cárcel, que nosotros sepamos, es el 1º, porque, aún siendo alemán, su actividad revolucionaria se llevó a cabo en el Mayo francés, pero los otros 2 no tuvieron tanta suerte porque actuaban en Italia y allí, en el fondo, cada italiano lleva un pequeño Mussolini o, por lo menos, un Berlusconi, de modo que los auténticos revolucionarios no tienen más remedio que acabar allí.  Gramsci ya no vive. Cohn-Bendit y Toni Negri, sí. Los 3 tienen una cosa común, en su momento, fueron los tipos más revolucionarios del mundo. Ya, no. Cohn-Bendit, lo juro, es ahora miembro del Parlamento europeo y, en cuanto a Negri, hace poco visitó España y en las entrevistas que se le hicieron, no sé, me pareció entrever que se arrepiente y mucho de todas aquellas actividades suyas que dieron con él en la cárcel, acusado, nada menos, que de terrorismo y asesinato intelectual.  El cambio, la evolución de Negri, mi máximo ídolo, se comprenderá mejor si se lee uno de los capítulos que le consagré en mi ya citada novela, Arcángeles, en los que aparece como profesor de la que yo llamo Universidad del Norte, en la que se forma el espíritu ferozmente revolucionario de los terroristas de un país imaginario. Ahí va:  La “Universidad” del Norte  La jefatura de las Bra se estaba planteando la conveniencia de aceptar la proposición de Lony Legri, el profesor de Universidad, procesado y condenado por su presunta complicidad con las Brigadas Rojas, que había logrado escapar de la cárcel y que ahora buscando afanosamente un lugar donde continuar explicando sus ideas, se había ofrecido a ellos como profesor: -Yo creo que es un peligro para toda nuestra organización. Está fichado por la Interpol y, un día, lo pueden descubrir y perseguir y acabar dando con todos nosotros. -Sí, pero, por otra parte, puede ser la solución a nuestro más grave problema: la formación de nuestros seguidores. No creo que exista en toda Europa un hombre de su capacidad intelectual, que haya, al propio tiempo, apostado por la más radical de las subversiones. Junto con "Sócrates", formaría un equipo capaz de otorgar a nuestros reclutas una formación revolucionaria. -Yo estoy contigo. Lo más importante de nuestra tarea es que la gente haga las cosas por convencimiento, con una sólida base en su formación, si no, acabarán haciéndolas sólo por dinero y eso no sería más que una especie de prostitución. -En cualquier caso, los riesgos para la organización son mínimos. Nuestra escuela está fuera del país en el que actuamos y nadie va a perseguirnos por que una serie de jóvenes reciban unas clases totalmente teóricas sobre moral, religión y política. Este es un país con la más larga tradición de asilo político de todo el mundo y no se atreverán a meterse con nosotros, mientras no nos salgamos de la mera teoría. -Entonces, ¿aprobado? -Aprobado-contestaron todos al unísono. Y se dieron cita para, al día siguiente, asistir a la primera clase de Legri: -Lo que no podemos hacer nosotros es negarnos a comprender que el principal enemigo no es el socialismo sino la derecha, ésta es el fascismo puro y duro y su consagración no sería sino la del nazismo otra vez y por otros medios, nuestra actitud no puede ser tan suicida como la de ese loco de Angoitia, nuestro odio a Gonzálvez no nos puede cegar hasta el extremo de no ver qué éste, al lado de Atard, es un verdadero regalo del cielo. El fascismo es como un cáncer dormido frente al ataque de la quimioterapia y la radioterapia, duerme, bajo esta aparente democracia que dicen que gozamos y va haciendo poco a poco sus metástasis para ocupar de manera excluyente todos los recursos de los organismos sociales y estatales. Ha disparado contra el carismático socialista Gonzálvez y contra ese estúpido periódico El País que ha cometido el peor de los pecados, creer en la neutralidad, una violenta conspiración en la que actúan, como primeros actores, esos cipayos del orden que son los jueces, arropados por sus habituales voceros, los falsos periodistas. Me gustaría recordaros que estamos hablando de los tres pilares en los que se fundamenta eso que llaman nuestra democracia: los partidos políticos, el poder judicial y la prensa, como creadora de la opinión pública mediante la libertad de expresión. Pero ¿es que hay libertad de expresión? La libertad de expresión implica inexcusablemente la capacidad, la facultad, la posibilidad de que lo que expresamos llegue a su destinatario y ésta capacidad sólo la tienen los grandes medios, los grandes capitales. Lo que yo estoy diciendo, hoy y aquí, y, sobre todo, lo que voy a seguir exponiendoos, nunca llegará más allá de vosotros y, si lo hace, será rabiosamente prohibido, ferozmente perseguido, furiosamente rechazado, anatematizado radicalmente por todos los medios de comunicación, educación y formación sociales y estatales, que harán de ello una cuestión vital. Y tendrán razón. Lo que yo voy a comenzar a proponeros hoy, es una cuestión de vida o muerte, una  cuestión existencial, un intento por sobrevivir dignamente porque vivir como lo hemos hecho hasta ahora es un indignidad. Pero sobrevivir tan sólo es ya por sí demasiado difícil para que, encima, le añadamos el plus de hacerlo dignamente. Yo me arrepiento de muchas cosas, de casi todas de las que he hecho en mi vida, pero, sobre todo, de aquel tiempo que perdí enseñando lo que ellos me ordenaban en aquella universidad italiana. Nunca podré recuperar todo aquel tiempo perdido explicando filosofía del derecho en aquellas aulas a un auditorio que sólo se proponía conseguir un título que le permitiera ser uno más en aquella sociedad podrida hasta la médula en la que todos y cada uno de sus componentes sólo aspiraba a sobrevivir a costa de su propia dignidad. Aquella sociedad italiana, como ésta nuestra de hoy, no quiere personas sino esclavos, no seres racionales que pregunten el porqué de las cosas sino una especie de autómatas que simplemente las hagan. Si no preguntan nada y lo hacen todo bien, reciben su diaria recompensa, como todas esas bestias irracionales que comen y beben en los inmensos pesebres de esas enormes granjas que se extienden como nuevos “gulags” por toda la geografía de nuestros países. Muchos de mis alumnos, acabaron sus carreras y ocuparon sus puestos de jueces, fiscales, abogados del Estado, notarios, registradores o, todavía peor, se hicieron empresarios y, hoy, están perfectamente integrados en la élite de aquella sociedad. Han creado sus familias y casi todos van a misa los domingos y fiestas de guardar. Han cumplido, pues, con sus deberes con una sociedad que se lo ha dado todo. Pero ¿han cumplido también con su responsabilidad con ese pobre hombre o esa pobre mujer que pide limosna a la puerta de su iglesia, de esa iglesia en la que él acaba de oír misa? ¿O con ese otro que hace jornadas interminables en su fábrica y que se intoxica para siempre con sus colorantes y sus anilinas por un salario que sólo le permite sobrevivir el tiempo suficiente para que la sociedad liberalcapitalista en la que vive le extraiga todo el rendimiento posible? Y no olvidemos que el porcentaje, ellos mismos lo han dicho, es de cuatro quintos. O sea que cuatro quintas partes de la población mundial son sacrificadas, como bestias en el matadero, para que el otro quinto viva principescamente. Esto es lo que ellos llaman Estado de Derecho y ésta la que denominan Justicia democrática pero yo os aseguro que en las sociedades en las que vivimos no hay Justicia, ni Derecho, ni siquiera algo que merezca llamarse Estado sino una especie de monstruosa oligarquía que sólo tiene por objeto sobrevivir a base de un sistema casi inexpugnable de explotación, que los medios de comunicación, como buenos corifeos, se encargan de santificar pero que no tiene justificación, porque no se puede admitir nunca, en ningún caso, de ningún modo, la inicua explotación del hombre por hombre, porque esto no es sino la más sofisticada expresión del canibalismo. Tardé mucho, quizá demasiado en comprender que yo mismo era objeto de canibalismo, que yo estaba siendo devorado por un Decano de Facultad, que no sólo me marcaba las horas de clase, sino también el número de alumnos y lo que es peor, el alimento que tenía que darles, Aristóteles, Platón, Santo Tomás, Kant y Hegel, los mismos de siempre, en los textos de siempre, rigurosamente seleccionados para que no se introdujera nunca, siquiera subrepticiamiente, el menor síntoma de disconformidad que demostrara que no estábamos viviendo en el mejor de los mundos posibles. Al principio, fue sólo una intuición, durante mucho tiempo tuve la sensación de que algo, en aquel formidable monumento construido por aquellas luminarias del pensamiento humano, no cuadraba, que la verdadera realidad quedaba enterrada sobre aquel inmenso montón de palabras, es más, de pronto comencé a intuir que eran éstas, precisamente, las palabras las que me impedían ver el bosque de la verdad. Y este descubrimiento, que debiera haberme alegrado infinitamente, fue la peor de mis experiencias puesto que significaba que había perdido estúpidamente la mayor y mejor parte de mi vida estudiando, aprendiendo y explicando a otros para que los aprendieran, a su vez, una serie de grandes mentiras. Porque todo era, todo es mentira, porque todo es creación del lenguaje y el lenguaje nació, está hecho sólo para engañar. Pero, entonces, me preguntaréis, ¿qué podemos hacer, refugiarnos, para siempre en el silencio? Esta fue mi primera tentación, callar para siempre y desaparecer, refugiarme en la soledad y dedicarme a pensar y a leer sólo para mí. ¿Leer? Pero si todo es mentira, ¿vale la pena leer? Sí, porque nosotros podemos leer del mismo modo que ellos escriben, de una manera sesgada que pretenda sobre todo engañar a los que, a su vez, pretenden engañarnos a nosotros, algo parecido a lo que intentaron Foucault y Derrida, con sus estudios sobre la genealogía y la deconstrucción. En su lección inaugural en el “Collège de France”, pronunciada el 2 de diciembre de 1970, Michel Foucalt, dijo cosas como éstas: “En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quizás durante años, habré de pronunciar aquí, hubiera preferido poder deslizarme subrepticiamente...Me hubiera gustado que hubiese detrás de mí (habiendo tomado desde hace tiempo la palabra, repitiendo de antemano todo cuanto voy a decir) una voz que hablase así: ‘Hay que continuar, no puedo continuar, hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta que me encuentren, hasta el momento en que me digan-extraña pena, extraña falta-, hay que continuar, quizá está ya hecho, quizás ya me han dicho, quizás me han llevado hasta el umbral de mi historia, ante la puerta que se abre ante mi historia; me extrañaría si se abriera’. Pienso que en mucha gente existe un deseo semejante de no tener que empezar, un deseo semejante de encontrarse, ya desde el comienzo del juego, al otro lado del discurso, sin haber tenido que considerar desde el exterior cuánto podía tener de singular, de temible, incluso  quizás de maléfico. A este deseo tan común, la institución responde de una manera irónica, dado que devuelve los comienzos solemnes, los rodea de un círculo de atención y de silencio y les impone, como queriendo distinguirlos desde lejos, unas formas ritualizadas. Pero quizás esta institución y este deseo no son otra cosa que dos réplicas opuestas a una misma inquietud: inquietud con respecto a lo que es el discurso en su realidad material de cosa pronunciada o escrita; inquietud con respecto a esta existencia transitoria destinada sin duda a desaparecer, pero según una duración que no nos pertenece, inquietud al sentir bajo esta actividad, no obstante cotidiana y gris, poderes y peligros difíciles de imaginar; inquietud al sospechar la existencia de luchas, victorias, heridas, dominaciones, servidumbres, a través de tantas palabras en las que el uso, desde hace tanto tiempo, ha reducido asperezas. Pero, ¿qué hay de peligroso en el hecho de que las gentes hablen y de que los discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro? He aquí la hipótesis que querría emitir, esta tarde, con el fin de establecer el lugar-o quizá el muy provisional teatro-del trabajo que estoy realizando: yo supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el  acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada materialidad. En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión. El más evidente, el más familiar también, es lo prohibido. Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegio del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse. Resaltaré únicamente que, en nuestros días, las regiones en las que la malla está más apretada, en la que se multiplican los compartimentos negros, son las regiones de la sexualidad y las de la política: como si el discurso, lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la sexualidad se desarma y la política se pacifica fuese más bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus más temibles poderes. El discurso, por más que en apariencia sea poca cosa, las prohibiciones que recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente, sus vinculación con el deseo y con el poder. Y esto no tiene nada de extraño: ya que el discurso-el psicoanálisis nos lo ha demostrado-no es simplemente lo que manifiesta (o encubre) el deseo; es también lo que es objeto del deseo; y ya que-esto la historia no deja de enseñárnoslo-el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse.” Creo que ya es suficiente, respecto a Foucault, un hombre tan importante en la filosofía moderna, que fue llevado en volandas hasta el Collège de France y que pudo permitirse pronunciar, en la toma de posesión de su cátedra, un discurso semejante. En su libro La escritura y la diferencia, Jacques Derrida, dice que “hablar me da miedo porque, sin decir nunca bastante, digo también siempre demasiado. Y si la necesidad de hacerse soplo o palabra estrecha el sentido-y nuestra responsabilidad del sentido-, la escritura de nuevo estrecha y constriñe más la palabra...Escribir no es sólo pensar el libro leibniziano como posibilidad imposible...Verlaine:’Iré más lejos, diré: El libro, persuadido como estoy de que en el fondo no hay más que uno, intentado aun sin saberlo por quienquiera que haya escrito, incluso los genios...’. No es solamente saber que el Libro no existe y que para siempre hay varios libros en los que se rompe, antes incluso de que haya llegado a ser uno, el sentido del mundo impensado por un sujeto absoluto; que lo  no-escrito y lo no-leído no pueden ser recuperados en el abismo sin fondo por medio de la negatividad servicial de alguna dialéctica y que, abrumados por el `¡demasiados escritos!’, lo que deplorábamos así es la ausencia del Libro. No es solamente haber perdido la certeza teológica de ver que toda página se enlaza por sí misma con el texto único de la verddad, ‘libro de la razón’, como se decía en tiempos del diario en el que se consignaban, a título de registro, las cuentas (rationes) y las experiencias, libro de la genealogía, Libro de la Razón esta vez, manuscrito infinito leído por un Dios que, de manera más o menos diferida, nos hubiera prestado su pluma. Esta pérdida de la certeza, esta ausencia de la escritura divina, es decir, en primer lugar, del Dios judío que, si llega el caso, escribe él mismo, no define solamente y vagamente algo así como la ‘modernidad’ Esta pérdida de certeza, en cuanto que ausencia y obsesión del signo divino, preside toda la estética y la crítica modernas, en las que algunos han llegado a  decir que no existe el bien, ni la verdad ni siquiera la belleza, sino una gigantesca mentira, en la que todos colaboran; no existe el bien más que en la apariencia que es la peor manera de existir; nadie hace el bien incluso aquellos que te benefician porque en ese mismo bien que te proporcionan se incluye el mal que representa la incapacidad que te producen, por eso nadie recibe con agrado un beneficio que le sitúa en clara dependencia del que se lo infiere y nadie extrae realmente provecho de practicar el bien puesto que sólo recibe envidia y desagradecimiento, pero no es sólo el aspecto subjetivo el que falla en la beneficencia, el bien es imposible de lograr incluso en sí mismo, porque ¿qué es el bien?, la simple correspondencia con la justicia, entonces, es seguro que no lo hay, no puede haberlo en medio de un universo esencialmente injusto; ¿o la realización de alguna especie de magnanimidad?, pero, entonces, no puede ser tal bien porque lesiona fundamentalmente la justicia; ni siquiera le resta la posibilidad de ser la simple concordancia con el deber ser porque no hay nada que deba ser. Después de hacer balance de gozos y de penas y comprobar que éstas superan en mucho a los primeros, es obligado plantearse el problema de si es lícito continuar con este duro trabajo que supone sobrevivir. Y, para ello, hay que sentarse todos los días ante una página en blanco y analizar el sentido que tiene nuestra vida porque aún ése que parece el más esplendoroso de todos los destinos no lo es si uno se detiene un momento a sopesar cuánto le cuesta al poderoso el poder, al sabio la sabiduría, al hermoso la belleza. Si realmente fuéramos inteligentes sólo nos preocuparía, en cada momento, aprehender lo que ese instante  representa en nuestra vida, qué nos enseña, qué nos aporta, en qué nos beneficia o perjudica. No se trata sólo vivir como lo hacen las plantas y los animales. Nosotros debemos plantearnos por qué y para qué. Y, después de tantos siglos, ya no valen las respuestas de siempre. Yo, ahora, a las puertas del siglo veintiuno, no me voy a contentar con la respuesta del místico, tal vez sea cierto que sólo he nacido para salvarme pero ¿en qué consiste, hoy, la salvación? Porque nadie ha conseguido demostrar que existe esa otra vida que, además, es eterna. Nadie. Lo cierto es que, tal como somos, morimos para siempre y que, por lo tanto, ésta es la única vida que tenemos. Aprovechémosla. Pero ¿cómo? ¿Comiendo más, bebiendo más, fornicando más? En todo caso, sería durmiendo más porque representa soñar más. Y soñar es lo único que merece la pena.  Pero, según hacemos, parece que se trata únicamente de sobrevivir. Todos nos dedicamos a acaparar como si esperáramos un inminente Apocalipsis.  Cada uno de nosotros actúa como si éste ya hubiera llegado y creyera que él se encuentra entre los que van a sobrevivir.  Por eso, dependiendo de cada carácter, unos han decidido no trabajar y otros lo hacen como si fueran a vivir eternamente.  Pero la cuestión no es vivir solamente que no es más que sobrevivir, el problema consiste en averiguar para qué se vive y ya hemos dicho que no sirven las viejas respuestas.  Pero hay una conspiración universal para que nadie piense en esto. Porque, si uno se detiene y lo hace, a fondo, su comportamiento, a partir de ese instante, difiere tanto del de los otros, que surge un conflicto irresoluble, es lo que algunos llaman rebelión o revolución. Pero, hoy, ya sabemos que la única rebelión, la única revolución posible es el delito. Llamamos delito a una violación tal de las normas de convivencia que, de tolerarse, acabaría con la paz, con esta falsa paz que se parece a la de los cementerios. No hay paz en ningún sitio.  Incluso en los monasterios, sólo es aparente. Pero el delito es la evidencia de que la lucha continúa, de que alguien no está conforme con ese orden ficticio en el que la mayoría se resigna a vivir.  El delito es un grito de rebelión, de salvación. El único grito fehaciente, efectivo, operante. Por el delito los opresores saben que alguien no está de acuerdo con el orden que ellos han establecido y que hace todo lo posible por vulnerarlo. De aquí la dureza tremenda de la represión que iguala las cárceles con la más maligna versión de los infiernos. En la cárcel, al delincuente, le ocurrirá todo lo malo y no disfrutará de ningún bien. Y, sin embargo, todos los días, en todos los lugares del mundo, delinquimos. Porque hemos sido condenados a la libertad, hemos nacido para esculpirnos a nosotros mismos y sólo unos cuantos lo consiguen a expensas de los demás.  Esto es lo que, antes, se llamaba alienación, porque representaba enajenarse, venderse, prostituirse, ahora, también lo hacemos pero de otro modo, cada uno de nosotros, llega a su trabajo y ficha, anota la hora en que entra y aquella otra en la que sale del infierno y, luego, huye de él hacia esas falsas diversiones o a ese falso hogar, en el que se le embrutece y esclaviza aún más, nunca, ni un solo día ni un solo minuto, hace lo que realmente desea, es, por consiguiente, un esclavo, más esclavo aún que aquéllos de la antigüedad a los que sólo consiguieron someter en su carne, hoy, lo primero que sojuzgan es tu cerebro, se apoderan de él como lo que son, ladrones de almas, te dicen lo que debes hacer, lo que debes pensar, lo que debes sentir, lo que has de desear y, poco a poco, te conviertes en otra estatua distinta a la que tú querías ser, en un máquina de tal modo programada que envidia incluso a las otras, con las que trabaja. Y uno no puede rebelarse porque no encuentra apoyo, la familia, la sociedad y el estado están pensados para someterle de tal manera que cualquier acto que él realice contra ellos es considerado como un crimen y severamente castigado, pero ninguna pena supera la que inconscientemente cumple, ésta de no saber quién es, a qué ha venido al mundo y qué es lo que realmente quiere por eso se refugia en los sueños que le ofrecen el cine y la televisión, por eso adora a sus héroes. Sólo unos cuantos son capaces de romper ese círculo que ni siquiera se percibe, son los elegidos por la desgracia, una nueva especie de prometeos que pagarán toda su vida haber arrebatado el fuego a los que se comportan como si fueran dioses. De modo que no basta con delinquir, hay que hacerlo con absoluta seguridad y de tal forma que la recompensa por nuestro delito sea la mayor, si hay que ensuciarse las manos hágamoslo con lo que más las mancha, con el mayor de los crímenes. Inexorablemente, como la noche sigue al día, se van juntando las piezas de mi rompecabezas, ya sé que no existe salvación colectiva, que hay que renunciar a cualquier ilusión que signifique que el paraíso es posible en la tierra y que es precisamente ese pequeño y sucio animal que llamamos humano el que tiene la culpa porque no puede moverse sino por el asqueroso interés, sí, hago míos, íntegramente, los primeros postulados de su doctrina pero no me detengo cuando ellos me ordenan, si no hay más ley justificable que la del mercado, vendámonos todos en buena hora, pero no con esa venta controlada, calculada con la que ellos quieren, y que está representada por el trabajo humilde y cotidiano sino con una venta total, no a plazos sino al contado, si yo no puedo aspirar a ser santo en un paraíso comunista, donde me sacrificaría íntegramente por la felicidad de los otros, seré el demonio a que me obligan unas leyes que yo, en modo alguno, puedo modificar porque son ineluctables, y nadie podrá imputarme culpabilidad, de modo que he decidido perpetrar uno de esos delitos que ellos cometen con la mayor impunidad, sólo se trata de encontrar la ocasión; desde este mismo instante he comenzado a esperarla. Yo sólo he nacido para esto, es lo único que hago a gusto y, por lo tanto, lo único que, para mí, parece que hago bien. Desentrañar esta madeja en la que se enreda mi vida, averiguar qué es lo que quiero ser, y por qué los otros no me dejan. Yo sólo estoy a gusto aquí, delante del papel, tirando de este hilo que me lleva adonde nunca iría si me dedicara a lo que ellos me imponen, ¿qué derecho tienen para hacerlo?  Me privan, de este modo, de la única felicidad que a mí me es posible y lo hacen basándose en criterios de felicidad puesto que, según dicen, buscan mi propio bienestar. Pero yo ya sé ciertamente que mienten, que jamás dicen la verdad no porque no la sepan sino porque no pueden, si uno de ellos subiera a la tribuna o al púlpito y la dijera se produciría al instante esa revolución que todos afirman imposible y que sólo reside en la libertad, precisamente en el señuelo con el que nos engañan; en un mundo, en el que nadie sabe realmente lo que quiere, ellos son los dueños porque dominan toda la información, incluso son los amos del lenguaje, ahora mismo, mi mayor esfuerzo se consume intentando dominar unas palabras que se me resisten totalmente de manera que ni siquiera me aproximo a lo que intento decir, porque lo han falsificado todo, incluso lo que no es más que una representación del mundo; he tardado casi una vida en descubrirlo pero ahora lo sé, durante todo este tiempo han conseguido engañarme recurriendo al viejo truco de mentirse a sí mismos, al principio, su máscara era desmontable pero ahora ha pasado a formar parte de su rostro y ellos han olvidado lo que saben, no hay mejor actor que aquel que olvida que representa un papel y su mistificación les ha calado tan hondo que ahora piensan que tienen ciertamente razón y son capaces de matar, asesinar y torturar por esas falsas verdades; hemos entrado en una especie de espiral demoníaca en la que la única posibilidad de redención que existía se ha mostrado incapaz de realizar su misión porque no había contado con ese presupuesto indispensable que representa la debilidad de su instrumento; el hombre, que no es capaz de dominarse a sí mismo plenamente, acaba siempre por creer que puede ejercer su dominio sobre los otros indefinidamente y los somete a una suerte de progresiva esclavitud que acaba por hacerse intolerable, provocando esas catástrofes que jalonan la historia.   Indudablemente, está naciendo una nueva edad, que parece marcada por el más feroz de los individualismos, un egoísmo al que es imposible resistirse porque ha penetrado hasta lo más profundo de la sociedad subvirtiendo sus normas, es lo que alguien ha llamado la revolución conservadora, quizás la única posible puesto que se basa en lo más deleznable de la condición humana, en todo aquello que nos corrompe y nos pervierte, será, por tanto, una edad de corrupción, de perversión, en la que la supervivencia individual será imposible si uno no se corrompe, no se pervierte porque el marxismo habrá fracasado, si lo ha hecho verdaderamente, como teoría política, en cuyo caso, también lo habrán hecho todas las demás, que sólo han sido más discretas, en sus planteamientos, pero algunas de sus leyes, que no son específicas, como la del materialismo histórico, continúan vigentes, de modo que no sólo no será posible mantenerse puro en medio de una tal corrupción sino que la mera supervivencia implicará necesariamente la perversión. Y, si todos nos hemos corrompido, si somos y actuamos como seres perversos, ¿por qué ponemos límites a nuestra corrupción, a nuestra perversión? Esto es precisamente lo que ellos pretenden: por un lado, corrompernos, pervertirnos hasta la médula para que seamos incapaces de descubrir, de percibir la corrupción, la perversión en la que todos vivimos; y, por otro, que nuestra corrupción, que nuestra perversión no sea nunca tan completa, tan perfecta como es la suya, porque, de lo contrario, la neutralizaría puesto que, en un mundo absolutamente corrupto, totalmente perverso, su propia corrupción, su absoluta perversión sería inoperante. Lo que los hace tan fuertes, lo que los convierte en absolutamente poderosos es eso, que nuestra perversión, que nuestra corrupción es una perversión, es una corrupción menor, minúscula, insignificante, totalmente inválida, inoperante. Nuestra corrupción, nuestra perversión es sólo moral porque no nos atrevemos a actuar en consecuencia. Y así, cuando vemos una película, o nos dan por televisión una de esas noticias en que unos delincuentes aparecen perseguidos o detenidos por las llamadas fuerzas del orden, nos ponemos, no tan inconscientemente como a primera vista parece, de parte de los detenidos, de los perseguidos. Y no es porque nuestros buenos sentimientos no induzcan a ponernos al lado del débil, que ya no lo es sino tan fuerte como ellos, los perseguidores, o más, sino porque nuestro subconsciente nos ha revelado lo que inconscientemente estamos hartos de saber, que el delincuente es nuestro único vengador..... En ese momento, el jefe, al que todos llamábamos “el padre Urruti”, asomó la cabeza y dijo: -Lo siento, Lony,  pero es la hora de comer y esto nunca lo posponemos aquí. Y nos fuimos todos charlando hacia el comedor.


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