
Pero da lo mismo si quien gestiona el servicio público de sanidad es del partido amarillo, verde o colorado; es indiferente si es médico, economista o mediopensionista: al final siempre se nos saturan las urgencias y hacemos como si fuera la primera vez que pasa. La solución mágica consiste entonces en aplicar un plan de choque, contratar unos cuantos enfermeros y médicos más y poner en servicio algunas camas que se encontraban durmiendo el sueño de los justos, sin que nadie sea capaz de explicar por qué no se habían abierto antes. Esto debería acabar de una vez. No es tan difícil prever que en invierno bajan las temperaturas y suben los problemas respiratorios. Pequemos por una vez por exceso y no siempre por defecto. Cada vez estoy más convencido de que quienes deberían implementar los medios y las medidas para ahorrar a los pacientes y a la sociedad el espectáculo lamentable de enfermos aparcados en los pasillos de urgencias, cruzan los dedos cada año para que no haga frío o la gripe pase desapercibida. Ese sistema puede que consiga funcionar un año pero no puede colar todos los inviernos. ¿O es que no hay recursos para prestar una asistencia sanitaria en urgencias en condiciones dignas? Por supuesto que los hay, sólo que, o no se quieren emplear o no se saben gastar con eficiencia. Si, por ejemplo, a los gerentes de los centros hospitalarios se les apercibe de que no se pueden salir del presupuesto marcado porque incluso se pueden jugar el puesto, lo lógico es que tiendan al recorte drástico por más que hiele y tengamos epidemia de gripe. Así no se puede seguir todos los años y es urgente arreglar de una vez lo de las urgencias: sabemos cuáles son los fallos y cómo resolverlos, así que es cuestión de voluntad, de previsión y de planificación. Eso para empezar y por no hablar ahora de las listas de espera, que esa es otra.