Revista Cultura y Ocio

La utopía platónica

Por Daniel Vicente Carrillo


La utopía platónica

Si Platón viviera todavía y quisiera que yo le examinase, o si durante su vida le hubiera preguntado uno de sus discípulos sobre aquella parte tan elevada y sublime de su doctrina, en que enseña que la verdad es una cosa a donde no pueden alcanzar los ojos corporales, y que solamente se ve con un espíritu purificado; que la felicidad así como la perfección de nuestras almas consiste en adherirse a esta verdad eterna; que nada nos aparta más de ella que el amor de los deleites y las imágenes engañosas, que nos transmiten las cosas que hieren nuestros sentidos, y vienen a ser el manantial de infinitos errores e ilusiones; que es menester purificar nuestro espíritu para hacerle capaz de ver aquella forma primitiva y aquel modelo inimitable de todas las cosas, aquella belleza eterna que es siempre igual y siempre semejante a sí misma, que no tiene extensión en el espacio, ni está sujeta a las vicisitudes del tiempo, sino que siempre es la misma, y sin embargo es tan poco conocida de los hombres, que hasta creen que no es nada, aunque sólo ella existe verdadera y soberanamente, porque todas las demás cosas no hacen más que nacer y morir, pasar y deslizarse, y el poco ser que tienen lo han recibido de aquel ser eterno a quien llamamos DIOS que las ha producido por su verdad; que de todas las sustancias que ha criado, el alma racional e inteligente es la única que ha hecho capaz de gozar de la contemplación de su eternidad, y de recibir impresiones que hermoseándola y perfeccionándola la hacen merecer la vida eterna; pero que cuando el alma se deja llevar de las cosas pasajeras, y se entrega a sus sentidos y a todas las sujeciones inseparables de esta vida mortal, se ciega y debilita hasta creer que es una burla decir que hay una cosa muy real que no pueden alcanzar los ojos del cuerpo, ni los fantasmas de la imaginación, y que no puede verse sino por la pura inteligencia.
Si este discípulo de Platón, digo, le hubiera preguntado qué diría de un hombre que consiguiese establecer una doctrina tan elevada en todo el mundo, de suerte que aquellos mismos que no son capaces de comprender lo que ella nos propone, no dejasen de creerlo, y que los que tuviesen bastante energía de alma para desprenderse de los errores y opiniones falsas del vulgo, llegasen también a comprenderlo; si este hombre no le parecería infinitamente superior a los demás, y no le juzgaría digno de los honores que se tributan a la divinidad. Sin duda que Platón hubiera respondido que no era posible que un hombre hiciese tal mudanza en el mundo, a no ser que Dios mismo por un milagro de su sabiduría y omnipotencia le hubiese sacado de la condición ordinaria de los otros hombres para unírsele íntimamente, le hubiese iluminado desde la cuna no con instrucciones como las que los hombres son capaces de dar, sino con una efusión íntima de las luces más vivas de la verdad, y le hubiese enriquecido con tantas gracias, fortalecido con tanto vigor, y elevado a tan alto punto de majestad y excelencia, que despreciando todo lo que buscan los hombres en su depravación, exponiéndose a todo lo que les causa más horror, y haciendo a su vista lo que es más capaz de causarles admiración, los atrajese a aquella fe tan santa y saludable, tanto con el incentivo del amor como con el peso de la autoridad.
En vano sería consultarle en cuanto a los honores que deberían tributarse a tal hombre, porque cada cual sabe muy bien que deberían rendirse a la sabiduría misma de Dios; y que como ésta habitaría en aquel hombre, y obrando por él haría entrar a los mortales en el camino de la verdadera salud, es indudable que merecería honores particularísimos y superiores a todos los que puedan tributarse a los hombres.
Si todas estas maravillas se han realizado ya; si los escritos y demás monumentos que conservan su memoria las han hecho ya célebres en toda la tierra; (...) si para restituir la fuerza y la salud a nuestras almas y hacerlas capaces no solamente de sostener el brillo de estas grandes verdades, sino de comprenderlas, abrazarlas, amarlas y alimentarse con ellas se dice a los avaros: "No amontonéis tesoros sobre la tierra donde los consume el orín y los gusanos, y donde cavan los ladrones y los roban; amontonadlos en el cielo, donde ni los consumen el orín y los gusanos, ni cavan los ladrones y los roban"; a los voluptuosos: "El que siembra en la carne, recogerá la corrupción de la carne; el que siembra en el espíritu, recogerá del espíritu la vida eterna"; a los orgullosos: "El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado"; a los vengativos: "Si recibís un bofetón, presentad la otra mejila"; y a todos los que por su aspereza y animosidades rompen la unión que debe existir entre los hombres: "Amad a vuestros enemigos, etc."; si estas lecciones divinas se dan todos los días a los pueblos en toda la tierra; si las reciben con respeto y amor; si a pesar del esfuerzo de las potestades que han derramado la sangre de tantos mártires, y los hogueras y otros suplicios en que han perecido, se van multiplicando diariamente las iglesias hasta entre las naciones más bárbaras; (...) si en las ciudades, en el campo, en los pueblos, en las aldeas y en las casas particulares se ven infinitas personas que procuran apartar su corazón de todas las cosas pasajeras para convertirle enteramente hacia el solo Dios verdadero; y si los hombres de casi todas las partes del mundo responden hoy a una voz a los pastores que los exhortan, que tienen el corazón elevado hacia el Señor, ¿cómo se encuentran todavía hombres que pueden continuar inficionados del más leve residuo de la antigua levadura?

San Agustín

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