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La vegetariana - Han Kang

Publicado el 27 diciembre 2017 por Rusta @RustaDevoradora

La vegetariana - Han Kang

En los últimos meses del año he leído mucha narrativa contemporánea. Libros buenos, libros mediocres, libros fallidos. No pretendo encontrar una obra maestra en cada nuevo libro que se publica, sino saciar mi curiosidad, mi sed de presente, de miradas de ahora (son miradas de ahora, por mucho que algunas miren hacia atrás). Con eso me basta. No obstante, de vez en cuando, muy de vez en cuando, me topo con una gran novela. Esta vez ha sido La vegetariana (2007; Rata, 2017), de la surcoreana Han Kang (Seúl, 1970), con la que he tenido la sensación (tan incierta, por otra parte) de estar ante un título que perdurará en el tiempo, que será representativo de una época, de un pensamiento, incluso de una concepción del hecho literario, puesto que no se inscribe en las corrientes dominantes y puede crear escuela. Cuando en 2016 se hizo con el Man Booker International (uno de los pocos premios que de verdad contribuyen a descubrir voces relevantes de alrededor del mundo), frente a escritores de la talla de Elena Ferrante y Orhan Pamuk, entre otros, el nombre de Han Kang, hasta entonces bastante ignorado fuera de sus fronteras, se puso en la primera fila del panorama literario. ¿Quién era, esta desconocida? ¿Qué tenía que contar? ¿Era para tanto?

Dejar de comer carne: la rebelión de una mujer anodina

Comemos a diario. Unos demasiado, otros demasiado poco. El acto de comer está envuelto de todo tipo de manías, vicios, excesos y alergias. Las comidas compartidas constituyen rutinas domésticas, celebraciones sociales y acuerdos mercantiles. Las empresas de alimentación se benefician de lo que comemos, de lo que nos incitan a consumir. Sin embargo, pocos autores se han parado a reflexionar sobre las dimensiones sociopolíticas de la necesidad de comer, así como de los alimentos elegidos. Han Kang, en cambio, ha sabido utilizar un hecho tan rutinario para poner en jaque los cimientos de la sociedad occidentalizada. O, mejor dicho, para mostrar cómo el orden puede tambalearse cuando se produce una alteración en apariencia insignificante en sus costumbres básicas. Una mujer, Yeonghye, decide dejar de comer carne. Nada más, y nada menos, que eso. Con este planteamiento, se da forma a una alegoría oscura, dividida en tres historias interrelacionadas, que explora

La vegetariana - Han Kang
el cuerpo como espacio simbólico de las tensiones sociales. Esto no va de hacerse vegetariana por amor a los animales; esto va de una mujer que intenta liberarse, pero, como se verá, no puede. No le dejan.

Yeonghye se nos describe en el primer relato como una persona sencilla, corriente, que trabaja desde casa y cuida del hogar. Es buena cocinera; a su marido le gusta cómo corta la carne. Hasta que, después de unas pesadillas, rechaza volver a ingerir este alimento. Ni dieta ni concienciación ecológica; tan solo una decisión individual, incitada por unos sueños extraños. En un principio, no pasa nada. Ella se prepara su comida, y ya está. Con todo, poco a poco su singularidad se convierte en un problema para la interacción social, en un ambiente en el que, como expone Gabi Martínez en el prólogo, "El consumo de carne se extiende como signo de bonanza, de poder, de nutriente necesario para seguir creciendo y compitiendo entre la élite" (p. 7). Encarna una diferencia que no pasa desapercibida. Pierde peso, tiene mal color. De repente, esa mujer dócil en la que nadie reparaba se convierte en el centro de atención. Dejar de comer carne deviene una rebeldía por cuanto rompe los esquemas del matrimonio, la familia, la empresa, la sociedad. El rechazo de la carne representa otro rechazo mayor: el rechazo de una forma de estar en el mundo.

Por supuesto, la descripción de Yeonghye no es inocente. Por "anodina", los términos en los que la define su esposo, se entiende un tipo determinado de sumisión: la mujer casada, fiel a su marido, ama de casa, que mantiene un perfil bajo en las cenas y se muestra obediente con sus padres. Carece de excentricidades, y es aceptada por eso mismo. A la vez, esa aceptación (como integrante de un matrimonio, una familia, una sociedad, una cultura) conlleva invisibilidad, uniformidad; nadie parece reparar en ella, nadie se preocupa por sus deseos. Por si tiene deseos. La primera Yeonghye es una mujer que ha renunciado a su voluntad, que se ha plegado a los dictados sociales. Esto le causa un malestar (represión, subordinación, soledad, anulación de su subjetividad) que se exterioriza en su decisión de dejar de comer carne. La transformación pone de relieve una situación de violencia institucional contenida. La vegetariana narra, llevándolo al extremo y sin pretensión de realismo (es más bien una fábula despiadada), lo que ocurre cuando alguien se salta esas normas no escritas, cuando se atreve a cuestionar los preceptos, a salirse de la raya.

Cuando "falla" la mujer (en la cultura patriarcal)

La primera historia, "La vegetariana", está narrada desde el punto de vista del marido de Yeonghye (cabe destacar que ningún relato está contado por ella en primera persona: es una protagonista sin voz, que no puede expresar su metamorfosis por sí misma, pues

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se pierde, se evapora por las circunstancias. La autora, con mucha inteligencia, deja que solo la conozcamos a través de los ojos de los demás, con el filtro que esto supone). El marido, en concreto, resulta indispensable para descubrir, no solo los cambios de ella, sino el arquetipo de pensamiento masculino heterosexual. Él se interesó por Yeonghye por su falta de atributos especiales; le gustaba que fuera una mujer corriente (otros no la consideran tan "corriente", pero para él, precisamente para él, así es), que se ocupara de las tareas y no llamara la atención. El marido admite su complejo de inferioridad: quiso a una mujer corriente, o que al menos lo pareciera, para no sentirse acomplejado a su lado. Cuando ella cambia, cuando deja de ser anodina, el matrimonio se tambalea. Esto dice mucho de las presiones sobre los hombres (sí, ellos también sufren presiones): cómo para sentirse realizados necesitan esa conciencia de superioridad, de llevar las riendas de la relación. La lectura no es "mujer buena, marido opresor"; no, el marido es un personaje patético, débil, sometido y desdichado de otra manera. Tan reprimido que prefiere estar con una mujer que le parece corriente en lugar de emparejarse con una que le resulte atractiva.

En la cultura patriarcal (estamos en Seúl, pero el relato podría transcurrir en cualquier ciudad de Occidente) todos se creen con derecho a interferir en la vida de Yeonghye. El marido la excusa en público como quien sonríe ante las travesuras de un niño; lamenta que se haya convertido en una "rara" (sic); la rareza como una anomalía, un perjuicio. Los padres de Yeonghye se inmiscuyen a su vez, sobre todo él: en una comida, la obliga a comer carne, como si aún fuera pequeña, hasta que se produce un choque violento. El rol de la protagonista en la institución familiar se ha modificado: por su diferencia (no tomar carne), la tratan como a una niña o una enferma, alguien de quien cuidar, alguien a quien consideran inferior, dependiente. Antes era ella la que se mostraba servicial; con su rebeldía, entra en un nuevo sometimiento, porque su entorno quiere forzarla a volver a su estado anterior. Su liberación, dadas las circunstancias, es imposible. Y la familia (el marido, el padre) no puede soportar que sea ella, la piedra angular del núcleo familiar, quien rompa las reglas al anteponer su voluntad (que ellos ven como un capricho) a las necesidades colectivas (que en realidad no incluyen las de Yeonghye). Cuando la mujer toma su única decisión libre se topa con trabas e incomprensión. Ellos, en cambio, tienen cierto margen para decidir.

Hay un detalle importante: Yeonghye también cambia su actitud. No se justifica ni dice "lo siento" cuando explica que no come carne, como habría hecho antes. No se siente culpable por la diferencia, ha ganado seguridad en sí misma, convicción; solo que los demás no la comprenden ni la respetan. Yeonghye pasa por un proceso de autoafirmación y padece la presión externa, las miradas de extrañeza que pretenden que retroceda; pero ella, con su renovada fortaleza, se mantiene firme. En este contexto, destaca el simbolismo del pecho. Nunca le gustó llevar sujetador; la oprimía. Además, le gustan sus pechos porque, a diferencia de otras partes del cuerpo, con ellos no puede hacer daño. Después de dejar de comer carne, se quita la camiseta cuando hace calor y muestra sus senos sin recato, ante el escándalo de quienes la ven. Esta acción, que en un hombre sería "normal", suscita reprobación y una profunda incomodidad en el marido, que siente el instinto de cubrirla, de protegerla para que los demás no la vean, para que no piensen que está ida. Pero ¿quién está más loca, la mujer que se quita la camiseta porque tiene calor o la sociedad que condena mostrar los pechos en público? Han Kang incide en aquellas normas de convivencia cívica que se dan por hechas y, por eso mismo, apenas se reflexiona ya sobre ellas. Imágenes perturbadoras, que expresan mucho con una economía de recursos extraordinaria. Precisión, sutileza, agilidad.

En la segunda historia, "La mancha mongólica", se introducen nuevos elementos (una vuelta de tuerca, sí, por muy odiosamente manida que esté la expresión). Para empezar, el punto de vista, esta vez en tercera persona, toma como referencia a otro personaje: el cuñado de Yeonghye, que representa un arquetipo masculino distinto al de su esposo. Mientras que el marido de Yeonghye (un hombre de negocios al uso, amante de la vida ordenada y sin estridencias) encarna un papel "tradicional", el cuñado, artista, tiene un perfil bohemio, más receptivo con otras sensibilidades. Esto se nota en su percepción de la protagonista: siente atracción por ella, un fetichismo por la mancha mongólica que tiene en la nalga. Este personaje incorpora

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el erotismo a la narración (un rasgo común en la literatura oriental), una suerte de retorno al estado primitivo, donde el instinto se impone a las convenciones sociales. Dicho de otro modo: para quien no se siente integrado en el sistema capitalista (es decir, en la preeminencia del mercado, en la obligación de llevar un determinado estilo de vida), Yeonghye puede resultar atractiva. Ni una mujer anodina ni una demente. He aquí el acierto de desplazar la perspectiva: la protagonista cambia en función de la mirada; hay muchas maneras de entenderla (o no).

La mancha mongólica, además, simboliza la unión de la protagonista con la naturaleza, que se liga a su decisión de no tomar carne. Casi todos los niños pierden esta mancha al crecer, pero ella la conserva. Una rareza que la autora utiliza para representar la ruptura de Yeonghye con las ataduras: esas pesadillas la impulsaban a volver al hábitat natural, a liberarse del yugo de la sociedad. La narración adquiere tintes más existencialistas al mismo tiempo que plantea un juego erótico con el cuñado (y que ella acepta porque se siente bien): él le propone grabar unos vídeos con sus cuerpos pintados de flores. Arte posmoderno, y una excusa para acercarse a ella. Yeonghye da un paso más: no solo ha dejado de comer carne, sino que actúa como si formara parte de otro ambiente, como si quisiera fundirse con los árboles, como si fuera una planta que se alimenta de sol (esa costumbre de mostrar sus pechos, su piel, a la luz del día). ¿Hasta qué punto desvaría por la falta de nutrientes y hasta qué punto es una mujer lúcida en un entorno de abducidos por el capitalismo? Yeonghye se mueve en esa frontera borrosa entre la desviación y la cordura. Nos hace dudar. Nos hace cuestionarlo todo.

En ese momento lo recordó. Recordó que había escuchado esas palabras innumerables veces mientras dormía. Recordó que se decía, sin despertarse del todo, que si aguantaba ese instante, todo estaría bien por un tiempo. Recordó que borraba el dolor y la vergüenza que sentía con el letargo que le proporcionaba el sueño. Recordó que en la mesa del desayuno, a la mañana siguiente de esas noches, sentía el impulso de clavarse los palillos en los ojos o de echarse sobre la cabeza el agua hirviendo de la tetera.

El tercer relato, "Los árboles en llamas", gira alrededor de la hermana de Yeonghye. Es la única mujer, y, no por casualidad, la única que comprende a Yeonghye, sin el desprecio del marido ni la lascivia del cuñado. Ella no ha dejado de comer carne, pero, al igual que su hermana, está casada y sufre la presión de cumplir en todos los ámbitos (profesional, familiar, doméstico) sin derrumbarse. Es consciente de que el quid no está en el vegetarianismo, sino en la violencia inherente a la cultura patriarcal, a la institución de la familia, al capitalismo. Esa violencia a veces física pero sobre todo simbólica, silenciada, que las destruye de forma progresiva, que las deja caer, las anula. La hermana ocupa una posición incómoda, entre dos mundos: por un lado, sigue perteneciendo a la hegemonía, sigue estando en su sitio, en su casa, con su familia; no obstante, empatiza con Yeonghye, entiende su estallido. Sabe que ella también podría venirse abajo, aunque, a diferencia de Yeonghye, tiene algo que la ata con firmeza a la realidad: la maternidad. Dos hermanas, dos mujeres al límite; y solo dice basta la que no tiene niños pequeños a su cargo. La otra se resigna, aguanta.

La traductora, Sunme Yoon, explica que la novela no fue bien recibida en Corea del Sur por parte de los críticos, a saber, hombres de cierta edad, con una formación poco receptiva a la narrativa experimental. Por el contrario, gustó mucho a las mujeres. Es un dato significativo: La vegetariana narra la caída de una anti-heroína con la que muchas mujeres se pueden identificar. En su represión, en su rebeldía frustrada. Lo mismo en el resto del mundo. Han Kang ha escrito una obra que trasciende su localización y atañe a todos los países donde impera el capitalismo. Su alegoría que recuerda a aquello del efecto mariposa: una pequeña modificación en los hábitos de una sola mujer, como dejar de comer carne, puede conllevar grandes alteraciones en todo un sistema. Y los que controlan ese sistema tratan de evitarlo. El resultado es brutal, feroz. Culmina en una catarsis que, más que liberar, nos sume en el pesimismo... aunque por el camino nos da pistas para evitar ese desenlace. Una muy buena novela, en fin, de las que permanecen, de las que remueven, de las que no se agotan.

Citas en cursiva de las páginas 67-68, 93, 113, 201 y 216.


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