La última de las historias que ha aterrizado en mi estantería es una de ellas. Es un libro simple, de lenguaje sencillo y aunque tiene doscientas páginas, prácticamente se lee de una sentada. Véase mi caso, la he devorado entre autobús y autobús. No tiene apenas diálogos y está narrada en primera persona. Así, se basa principalmente en los pensamientos y en los sentimientos de la protagonista.
Eva es una campesina que vive en una granja alejada del tumulto de la ciudad, en pleno campo, con su marido, Hans, y con sus dos hijos adolescentes, Karl y Olga. Nos encontramos con un pie en el conflicto, cerca de 1939. Si eres judío estás perdido. Las puertas se cierran y los camiones no hacen más que ir y venir con personas a campos de concentración y eso que esto no es más, que el principio del comienzo. La ideología se va asentando poco a poco pero con mucha fuerza. Eva es ahora la que lleva los pantalones, dicho así, en casa. Su marido es obligado a alistarse en el ejército y sus niños cada vez pasan más tiempo con las Juventudes Hitlerianas.
Ajena a lo que sucede a su alrededor, sin más experiencia que la que encierran las cuatro paredes de su granja un día, una “visita inesperada” le cambiará la vida. Una tarde cuando se dirige al gallinero a por huevos, su medio de subsistencia, se encuentra con un especial inquilino: Nathanael, un joven judío estudiante que ha huido de un campo.
A partir de ahí, todo cambia. Él le ayudará a desentrañar el mundo que la rodea, le abrirá los ojos y le dará amor y, sobre todo, amistad. Pero él no será la única persona a la que Eva salvará. Casi al final de la obra, nos encontramos con María una niña huérfana que no tiene a nadie ni a nada.
La vendedora de huevos de Linda D. Cirino viene a ser el despertar de Eva, es decir, cómo ella “va tomando conciencia del momento político que le ha tocado vivir”.
Agradecimientos Nabla
