A veces queremos escribir simplemente sobre la primavera, pero las manos sobre el teclado nos llevan por otros vericuetos y ... la primavera tendrá que esperar.
Cuando pasó el invierno, los vientos primaverales traían agradables susurros que todos los vecinos de aquel pueblo querían atrapar, abrían las ventanas y puertas de sus casas para recibir la suave caricia del sol. El sufrimiento de la vecina, que un día fue atacada por el gato, se puso en evidencia, su casa seguía cerrada a cal y canto y si por alguna rendija entraba la luz, había clavado finas tablillas para evitarlo.
Las noches de luna llena, los reflejos de luz que se filtraban por las ramas de la higuera, proyectaban figuras florales en la pared de su cuarto. A ella le parecían arte de magia y mirándolas creía notar la presencia de algún espíritu estático que la observaba. Entre insomnios y duermevelas el disco de la luna se le acercaba y en él podía distinguir rasgos de su vecina-bruja con una mueca sarcástica y una risa de ultratumba.
Con cada plenilunio de primavera, el desasosiego le aumentaba hasta que llegó a convertirse en obsesión. Durante el día lloraba atemorizada por los rincones de su casa y las noches, ¡ay las noches! Se habían vuelto en su peor tortura. Pesadillas nocturnas y angustiosos despertares la acosaban. Se veía perdida en lugares desconocidos, oscuros y terribles que le helaban la sangre. No había aire para respirar, ni persona viviente a la que pedir ayuda y de una u otra manera, siempre aparecía él con sus ojos verdes como chispas en la oscuridad y después, esa enorme masa oscura que se le acercaba para atacarla. A veces, le hacía señas con su pata vendada para que se acercase. Ella sólo gritaba. “¡vete, vete!” y corría y corría pero sus pies no avanzaban y la carcajada del gato negro le retumbaba en la sien.
Se estaba convirtiendo en una mujer consumida por la desesperación. Empezó a sugestionarse con la comida porque podía estar envenenada, a no encontrar algunos objetos que le eran imprescindibles o hallarlos en diferente sitio. Cualquier ruido la estremecía. Le inquietaba hasta el de sus propios pasos porque oía risas y voces que la seguían, se tenía que detener y mirar atrás para cerciorarse. Comenzó a andar descalza, pero las tablas crujían bajo sus pies. Cuando el torrente de lágrimas se le había secado, empezó a esconderse en uno de los armarios, allí en cuclillas pasaba la noche.
Comenzó a encender velas a sus santos protectores para contrarrestar la brujería que la poseía, mas las sombras de la velas también dibujaban figuras grotescas que se burlaban de ella. El fuego de una vela prendió una cortina, ascendió hasta la caja de la persiana y el humo se hizo irrespirable en toda la habitación. Ardieron papeles, vigas, muebles y el crepitar del fuego envolvió los gritos primero y los gemidos después de la vecina que, desorientada, se sentía en un laberinto en su propia casa. Envuelta en humo huyó de la habitación y rodó por las escaleras. Su memoria cargada de fantasmas empezó a borrarse.
Los vecinos distinguieron claramente la silueta de un gato negro entre el denso humo que salía por la ventana.