Reblog de Revista Liberoamérica, un cuento que escribí: La ventana.
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Años después de la partida de mi padre me vi en la obligación de querer salir de casa, no soportaba a mi madre, no soportaba el barrio. Todos los días tenía que aguantar a los pescadores que se arrimaban a la puerta a entregar conchas, caracoles, camarones o alguna tilapia y me veía obligada a recoger los encargos, porque de eso vivíamos. Yo olía a pescado todo el tiempo, me convencí que era hija de un pescador que se aburrió de naufragar en casa.
Las mañanas de los viernes eran más pesadas, tenía que cargar con un cubo lleno de caracoles. Mí día a día era eso: un ir y venir. Este trabajo lo hacía mi padre después de desembarcar. Ahora me tocaba avanzar slow mientras mis pensamientos daban vueltas en espiral como el caparazón de aquellos caracoles que me hacían arrastrar las piernas mientras los cargaba. Mi cabello siempre estaba ardiente, era de color rojo, el predicador de la esquina me miraba deseoso, sentía que quería tocarlo, olerlo y tenerlo entre sus dedos. «Porque así ha dicho el Señor DIOS: En arrepentimiento y en reposo seréis salvos; en quietud y confianza está vuestro poder. Y dijisteis: No, porque huiremos a caballo. Por tanto, huiréis. Y: Sobre corceles veloces cabalgaremos». Cada vez que decía «cabalgaremos» yo lo miraba, sacaba dos caracoles y los frotaba frente a él y él se enrojecía.
Acostada después de haberme dado un baño que me quitó la espesa sal que raspaba mi alma, sentí ganas de navegar. «Quiero ir a pescar» le dije a mi mamá quien, después de la partida de mi padre, había asumido el rol de trabajar para mantener el hogar. «No vas a pescar, lo que harás es ir a recoger caracoles a la orilla del río. Lleva a tu hermano». Mi hermano tenía 8 años, era autista, me volvía loca todo el tiempo, siempre quería saber lo que pasaba alrededor, muchas veces se nos perdía pero, como el lugar donde vivíamos era pequeño, lo encontrábamos en algún árbol, una orilla o entre los montes. No me quería hacer cargo de él, su comportamiento era incoherente muchas veces, otras veces no quería quedarse solo, hacía avioncitos de papel mientras me esperaba en el bote cuando yo recogía los caracoles.Un día desapareció por 72 horas, yo miraba por la ventana esperando que aparezca. Había llegado al muelle Mariana, un buque de pesca cargado de salmones. El capitán de este buque era la antítesis de mi papá, llegó y no me interesé por ir a verlo, como lo habría hecho otros días. Los pescadores del buque habían dado el aviso de que llegaban cerca de las siete de la noche y todos los pescadores con sus familias estaban emocionados por ir a pescar alguna tajada del exitoso viaje. El bullicio de la gente cantando Vaite de Fuxan os Ventos, el sonido pesado de treinta metros de eslora del buque, habían asustado a mi hermano. Mi padre siempre fue un gran capitán, para él el bienestar de la fauna marina era su prioridad. Las tuberías y los equipos de su barco eran perfeccionados cada quince días para hacer sus viajes más seguros, si así hubiera optimizado la vida familiar, no tuviera deseos de perderme en el mar.
Sentada en la ventana vi a mi hermano venir a casa, estaba sucio y mocoso, tenía amarrada en la muñeca una cinta que se arrastraba tras de él, raspando en la tierra caparazones de caracoles que había amarrado de manera perfecta. Salí a recibirlo, mi mamá fue indiferente «ahí está, yo te dije que volvería», él me sonreía como si nada hubiera pasado, yo estaba feliz de que haya aparecido.
Mi mamá, una mujer seria y sexy, estaba sentada a la mesa haciendo cuentas de los gastos, siempre lo hacía mientras fumaba un cigarro y se bebía una taza de café -que yo le preparaba- el lapicero que tiene en su mano está ansioso de sentir el papel y los números en su cabeza están ordenándose para establecer una nueva forma de gastos. Golpea despacio la mesa con el lapicero, mi hermano la observa. Ella sigue golpeando el lapicero, pero esta vez sobre su cabeza, al ritmo de las contracciones musculares de los caracoles, mi hermano la sigue observando. Lo veo asustado y ella golpea con más rapidez. Él está nervioso, intento parar a mi mamá, ella lo hace más fuerte. Él estalla en un grito que hace detenernos inmediatamente mientras se tira al piso a encogerse como un caracol de manzana y ella se pone en pie, la casa quedó suspendida ante nosotros, no era la primera vez que pasaba. Él se levantó para abrazarme y mi mamá solamente nos mandó a dormir.
Preparo todo mi viaje, lo tengo organizado en mi cabeza, mi hermano es parte de él, no lo quiero dejar. Me asusta verlo sentado frente al ventilador mirando con detenimiento las aspas que van de un lado a otro, me siento junto a él y lanzo un grito al ventilador para que mi voz robotizada lo haga reír un poco y volver en sí mismo, pero él siempre evita el contacto visual conmigo y no responde a mis sonrisas. Recuesta su cabeza en mis piernas le canto alguna canción que nos cantaba nuestro papá, se duerme y lo llevo cargado a su cama, pienso en su travesía de 72 horas, lo abrigo y me voy a mi habitación, la ventana me llama, me siento a contemplar el silencio y a escuchar la bocina de los barcos, un sonido que me tranquiliza, veo en mi ventana una foto que tengo con mis padres, estoy sentada en el casco de Lucía –así se llama el barco- que ahora está varado en el muelle; las cuadernas están encogidas, las cubiertas mohosas y las bitas oxidadas. El aparejo está intacto, sus palos, velas, vergas y jarcias, al parecer, aún quieren aprovechar el movimiento del aire.
Me levanto inquieta por el sonido de las bocinas; mi hermano ya sabe la hora en la que llegan los barcos, usa sus orejeras protectoras contra el ruido, se pone sus medias dobladas para fuera, porque le molesta la costura. Ya no le digo nada. Nos alistamos para ir al muelle, el día está frío y es maravilloso, huele a agua. A veces él y yo no nos podemos comunicar, en este momento sé que quiere hacer pis porque ya conozco su lenguaje no verbal, no es como un cachorrito que da vueltas raspando la puerta para ir a hacer sus necesidades al jardín, mi hermano no me dice nada, solo lo encamino al baño y él sabe lo que tiene que hacer.
En el frío del día me castañean los dientes y mi hermano se ríe por las muecas que hago. Lo abrazo y le doy un beso en la frente, se limpia con su pañuelo. Me toma fuerte de la mano porque hay más niños saliendo de sus casas, nos miramos sonrientes y no olemos a pescado, le regalo una pulsera de caracoles cabrilla que hice hace unos días para él. Le digo que no me suelte, pero él solo escucha «nkjdo mrjre sutejltres» y sale corriendo, tengo que ir tras él, a veces quiero que se pierda.
«Buenos días», «buenos días» – me responden todos al unísono -. Camino a mi rutina diaria, tomo el cubo y empiezo a llenarlo de caracoles, esta vez hay unos caracoles más grandes, son los que ha traído el buque de ayer, los guantes no me dejan trabajar, me los quito y mis dedos están fríos, los caliento con el vaho que sale de mi boca. Esta vez trabajo más porque, posiblemente, será mi última vez en este lugar.
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Todo está oscuro, la ventana permanece cerrada y yo estoy nublada por dentro. Mis pensamientos lanzan sus anclas a la realidad y trato de remar en sentido contrario pero no puedo. «A veces quiero que se pierda», es la única frase que gira en mi conciencia como cable mecánico alrededor de un rodillo que me ahorca y me arrastra al fondo de las aspas del ventilador. Se perdió, lo buscamos por ocho días, el clima era detestable, hacía mucho frío. Mi madre cumple la única función de echarme la culpa y no me facilita el intento de reparar mis sentimientos. Ni siquiera puedo decir cómo me he sentido estos días, de igual forma tenía que trabajar. Ella se echó al abandono. «Puta, ahora sí sufres, ojalá desaparecieras tú» era lo único que yo pensaba cada vez que la miraba. Llegó un pescador del muelle con la noticia de que lo hallaron muerto.
Lo vestí con su camisa favorita, le gustaba tanto porque no tenía etiquetas, y las costuras no le raspaban, metí sus piernas, heladas e inmóviles, en su pantalón jean que le quedaba un poco holgado, le puse sus medias tal como le gustaba, aunque él ya no podía sentir las costuras, se las puse dobladas para afuera para que no le molestara. Llevaba en su bolsillo la pulsera que le di, dudé en dejársela o quedármela, la guardé en mi falda.
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Hoy lanzo una ojeada a una fotografía y mi rostro se ensombrece. Hace tiempo dejé de oler a pescado y los caracoles ya no se arrastraban cerca de mí. El predicador dejó su libro de rezos y me ayudó a que Lucía tenga flotabilidad, resistencia, estabilidad y pueda entrar en grada y va ahí directo al agua como si fuera su primera vez.
Estamos en el mar, siento que las profundidades se perdieron y la transparencia me devuelve las palabras. Ya no hay un niño que me ate a la tierra, el vaivén de las olas me ponen en una cueva de destino «en arrepentimiento y en reposo seréis salvos» me envuelvo en un caparazón arremolinado, el predicador me come y me bebe. La pulsera de caracoles cabrilla se deshace en pedazos. Ya no quiero estar en el mar llévenme a la ventana.
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