Revisándolos años pasados y sus formas de hacer las cosas; las herramientas y la forma en que todos las usaban. Correcta o incorrectamente, como no había otra forma de hacerlo, otro apoyo o invento, la herramienta estaba en movimiento y hacían ruido.
Ahora, no es así. El teclado es poco autentico, muy delicado y el sonido que produce cuando se le oprime es diminuto, inaudible en comparación con la guitarra, la batería y la voz de Morrissey, que me acompañan en casi todas mis horas de escritura.
Contare que lo intente, pero aun quiero escribir en estas. Es magnifica aun su forma y sus mecanismos, pero, sobre todo, la soledad que muestra, tan anticuada pero hermosa. Las máquinas de escribir mecánicas me han inquietado durante mucho tiempo, sobre todo desde el comienzo de mi labor literaria. Las influencias exteriores (modas burguesas, interesantes pero efímeras) motivaron mi primer acercamiento a esta herramienta. Después, el pensarme escribiendo con rapidez y limpieza, algo formidablemente directo y propio; como un escritor del SXX, un Thompson con su pesada maquina naranja (como vemos en la película “Miedo y Asco en las Vegas” de Terry Gilliam), un Bukowski en la esquina de un cuarto, tecleando a poca distancia de una sencilla radio y viendo a través de unos extravagantes lentes de sol su hoja avanzar (quizá una burla al intelectualismo que él tanto detestaba), un Hemingway, solemne y valiente, cargando con la suya por las ciudades bombardeadas españolas en pos de la crónica… ¡Cuántas palabras fundamentales para el mundo habrán pasado por una máquina de escribir! Más que por una computadora, sí.
¿Qué clase de anticuada idea, herencia espiritual, me hace amar y desear, algún día, escribir mis ensayos o artículos totalmente en una Olivetti de 1963 (primeras italianas portátiles, las “laptops” de su tiempo), rodeado de las armoniosas melodías de un jardín, o parque, casi deseando convertirme en el centro de atención de los curiosos; o esconderme en casa, escribir en una enorme y terriblemente pesada Olympia (de esas blancas, típicas de una oficina gubernamental), acompañado de una cerveza y un cigarrillo (no fumo, pero algún día me dejara de provocar asco y estaré listo para ser un bohemio), musicalizado el momento por The Smiths, desde un par de bocinas, alejadas lo suficiente: este cuadro, un momento de escritura pura, sin distracciones modernas o molestas pantallas más brillantes que un foco de 100 W, alejado del peligro de ser vigilado, y, como en un cuadro de Velázquez, todos los elementos perfectamente posicionados para mis disfrute y uso, incluso limitados para levantarme gustoso a reiniciar el disco o poner otro, o servirme un whisky en el bar, o tranquilamente buscar un libro en mi biblioteca, para no equivocarme.
Y regreso a mi tiempo, y aun ilusionado, finalmente agradezco al destino por haberme puesto en donde estoy, sin abandonar las quejas personales por aquellas pequeñas cosas que me hacen más o menos afortunado que otros.
Si hubiera escrito en tiempos sin computadoras, tardaría más en completar y corregir lo que escribo, y sin internet, me sería imposible mostrar este artículo sin haberlo mandado a incontables filtros y editoriales, y con poca seguridad que me publiquen o lean. Ahora yo puedo escribir un par de artículos, corregirlos, agregar una bonita imagen, publicarlos en una página de internet (algunas con necesarias pero no demasiadas reglas de publicación)… todo en un solo día. Además, con la ventaja de saber cuántos me han leído. Una de las desventajas es que te enfrentas a un ejército de críticos no profesionales. Sin embargo, esta batalla no se gana peleando, sino evadiendo, aprendiendo y mejorando para el siguiente escrito. No digo que no haya buenos críticos de nuestro trabajo (la mayoría de los usuarios de “NoCreasNada” son muy serios y profesionales, y su crítica, destaca sobre las que hacen en cualquier red social). Otra desventaja de las herramientas modernas podría ser nuestra propia estupidez como seres humanos: “Tendremos la pluma y el papel pero no un cerebro para escribir”; y la ignorancia que prevalece entre la mayoría de nuestra generación, poco mermada por las facilidades tecnológicas y los famosos pero vulgares estandartes de nuestra generación: los Beat tuvieron a The Doors y los Románticos a Beethoven. Nuestra salvación esta en los ídolos del pasado y en “otros” modernos que prefieren moverse a contracorriente, independientes.
Volviendo a las máquinas de escribir, estoy seguro que son cosa más seria que las computadoras (tiemblo al pensar en el dolor que me causaría usar una, cuando ahora tengo una gran cortada en un dedo; la ligera tecla de la computadora no me molesta demasiado): habríamos de ser más hábiles y contundentes cuando escribamos, y usar correctamente reglas ortográficas (las comas y acentos podrían agregarse con una pluma después), conocer los mecanismos y aditamentos de esta para no desperdiciar demasiadas hojas, para no mancharnos los dedos al cambiar la cinta…
Creo que mi generación (la mayoría) no ha tenido que trabajar tanto para hacer una tarea. Simplemente, abrimos Word, buscamos información, Ctrl C y Ctrl V, pegamos en hoja blanca, cambiamos el aspecto original y quitamos delatores, mandamos a imprimir, y listo. A la hora de escribir no es muy diferente. Descontando la descarada copia de información (pues la nuestra debe de ser menos errónea por el breve pero importante tiempo que dedicamos a investigar en diferentes fuentes. Aun con todo, nuestra pereza es visible, a veces) y un poco mas de conocimiento propio, no hay diferencia entre nuestro proceso de trabajo y como hacíamos la tarea: sin necesidad de levantarnos de nuestro lugar, buscar en un libro, o no hacer más que abrir y cerrar páginas y soportar no demasiadas horas sentado, nuestra labor ya esta mas simplificada.
Pero mi necedad por estas máquinas no disminuye ante sus complejidades. Al contrario, el exceso de información, que no nos ha quitado lo ignorantes, la gran cantidad de sucesos que nos masacran en pocos minutos, y el riesgo de que cualquiera pueda acceder a nuestra información, o vea lo que hacemos, privándonos de nuestro incomprendido derecho a estar solos, y escribir sobre o contra lo que queramos, a riesgo de que cualquier gobierno nos arreste por la picaresca de nuestra prosa, me invita a buscar alternativas. ¡Que mejor si ya fueron usadas por generaciones pasadas!
¿Demasiada paranoia para no creer que sea un pretexto más para retornar a esta vieja herramienta?
Cuando quiero escribir algo totalmente mío, soy práctico y escribo a mano. Pero nuestra letra muestra mucho pero no es universalmente legible Escribir, acompañado de esos breves y agudos aplausos, frente a la hoja blanca, bien ajustada en el rodillo, inerte pero segura, acomodados nuestros dedos para creer que tocamos un piano no musical, pero si componemos versos, contamos historias, que no tardan mucho en nacer, y las apreciamos más porque son intimas y compartibles, tangibles desde su nacimiento, legibles, vivas…
Decenas de máquinas amontonadas, olvidadas en almacenes polvorientos, oficinas no modernas. Otras representan un pasado complicado, expuestas como adorno, trágicas figuras demasiado mecánicas para estar solamente en repisas, sin que nadie las toque, recuperadas por la moda pero aun no revividas por culpa de quienes nunca tuvieron necesidad ni inquietud por usarlas, o por quienes ya no las necesitan. No pienso ser como los demás.
Escribo ahora en una Halda Star (1953), tan pesada que ya no ciento las piernas, necio de escribir en medio de un parque solitario, por no encontrar una mesa, pero decidido a enfocarme. Temo que mi bolsa no soportara la máquina y se romperá. No me quedara más que cargarla e ignorar las miradas extrañas de los pasajeros en el camión, de regreso a mi casa. Pero me prometí que este artículo nacería del vientre de una de ellas. Ahora puedo decir que lo que estás leyendo, amigo lector, es consecuencia de hacerle el amor a una bella suiza mecánica.
¿El amor nos vuelve necios, o el amor es pura necedad?
Escrito por José Avila