Revista Diario

La verdad de las mentiras

Por Emmaamme

Las mentiras están repletas de verdades. Sobretodo, las que nos contamos a nosotros mismos. Cuando eres un ‘radar emocional’ (llámese también PAS, empático etc) es muy fácil detectarlas. No hay lejanía suficiente que oculte su olor. Ni su dolor.

En ocasiones, he intentado mentirme. Para no sentirme culpable, cobarde, mala samaritana…, rencorosa, envidiosa, rabiosa y mil y una ‘osas’ más. ¿Excusas? Las que queramos. Tenemos una mente acostumbrada a echar balones fuera y lo único que logramos con esto es meternos el gol en propia puerta. Y la culpa, del árbitro. Que para eso está…

Pero no he podido. Enseguida me pillo. Es como estar interpretando un papel sin creerte el personaje. No soy buena actriz, lo confieso. Y con el tiempo, he ido empeorando. 

Me sorprende la capacidad que tiene mucha gente de creerse sus propias mentiras. Me cuesta entenderlo. No el hecho de mentirse sino el de convertirlas en Verdad. Así. Por toda la cara. Como quien no quiere la cosa. Supongo que no serán conscientes, porque si no es un poco absurdo el teatrillo. 

Será que es más fácil ser deshonesto que aceptar que todo lo que sientes tiene que ver contigo y no con los demás. Aunque tampoco entiendo ese miedo a hacerte responsable de tu vida, de lo que se cuece en tu interior, de lo que CREES que te falta o que te sobra. De tus ganas de Amor.

Estamos todos en el mismo barco. ¿Quién no desea Amar y ser Amado? Es que es básico para cualquier Ser (humano o no). Y a la mayoría, nos ha faltado esa educación ‘de contacto’. De abrazos, de ‘te quieros’, de comprensión, respeto, aceptación, de cariño, de ternura. Porque no han sabido. Porque a ellos también les faltó. Y porque cada uno lo expresa como puede. 

Pero no pasa nada. ¿Dónde está el problema en que nos afecte ‘lo que sea’? No somos máquinas. Pues sí, a veces me siento dañada, abandonada, sola, cabreada. A veces… Que no es siempre. Y otras, todo lo contrario. Pero solemos quedarnos con lo que etiquetamos como ‘malo’. Y con el ‘por una vez que rogué ya me decían el rogón’. Y todo lo ‘bueno’, desaparece de nuestra mirada. Es como si no existiera. Como cuando una persona se equivoca una vez y ya la tachamos de la lista. Aunque las mil veces anteriores haya acertado. A eso se le llama no saber perdonar. Yo soy experta en crucificar. Estoy aprendiendo aún…

¿Te imaginas que todo lo que sintiéramos dependiera del otro? Ufff… ¡Qué sinvivir! Cuanta esclavitud.

No. Lo que YO SIENTO es mío. Me pertenece. Todo. YO me hago responsable de lo que pienso y siento en cada momento. Los demás que hagan lo que les dé la gana. ¿Quién soy yo para reclamarles nada? Yo elijo a quién quiero tener a mi lado. Si esa persona (amigo, pareja, trabajo, partido político, ciudad en la que vivo….) no me da lo que ‘necesito’, pues adiós. Pero en lugar de soltar, intentamos cambiarlos. Que se acoplen a nuestros caprichos, a nuestras creencias, a ‘nuestra manera de’, para así dejar de sentirme como me estoy sintiendo. 

Y a eso, lo llamamos AMOR. 

Pretendemos cambiar el mundo cuando es el mundo el que nos cambia a nosotros. La Vida es la que es. O lates con ella o la rechazas y sufres. Tú decides qué camino seguir. Las experiencias te van a llegar igual. No las puedes controlar, seleccionar. Al menos, una parte de ellas (que son las que te pegan el gran revolcón). Puedes elegir ‘hacia dónde’ pero no ‘dónde’ caerás al final. Puedes jugar. Pero no lo hacemos solos, por muy solos que ‘estemos’. De ti sólo depende la carta que echas. Tu pieza del puzzle. Tu granito de arena.

Hay más jugadores jugando al mismo juego que nosotros. En el mismo tablero. Con los mismos dados. Con los mismos derechos que nosotros a tener un As en la manga, a abandonar la partida, a pasar turno (o página) o a ir a por todas. Decisiones igual de respetables que las nuestras. Porque lo que ignoramos son las cartas que les han repartido, las que les ha tocado jugar. Y nos comportamos como si las nuestras fueran las mejores o las peores. Sin tener ni idea de nada. Juzgando. Acusando. Despreciando.

Una de las cosas que he aprendido es que con el silencio en la boca hay menos posibilidades de hacer daño. Antes era más de decir, de recriminar, de vomitar conocimiento (que no sabiduría), creyendo que así iba a ‘enseñar’ algo. Cuando lo único que estaba enseñando era mi prepotencia al CREER que sabía y al CREER que lo que yo sentía, pensaba, era LA VERDAD. Y mi obligación no era sólo cantarla a los cuatro vientos sino que los cuatro vientos la cantaran conmigo. ¡Qué arrogante! Me da vergüenza al recordarlo. ¿Quién me creía que era? Pero bueno. No pasa nada. Me declaro INOCENTE. Toda una niña, hecha y derecha. Que se deshace, se reinventa, se levanta, se dibuja y se colorea. 

Ahora callo más. Me he vuelto más humilde después de observar cómo mis verdades de ayer se convertían en las mentiras de mi mañana. 

Que cada uno crea lo que le venga en gana, ¿no? Yo con aclararme con lo mío, tengo más que suficiente. Aunque a veces, se me sigue yendo la lengua a pasear por otros lares. Y bien que hace. Que para eso, también está. Lo difícil es saber cuándo hay que hablar y cuando callar. Ahí está el quiz de la cuestión. 

Yo, cada día me sé e intento saberme un poquito menos. Ni te imaginas el peso que te quitas de encima. Y es que cuando no sabes nada, no tienes nada que demostrar. Y te vuelves más ligera. Más liviana. Sin equipajes innecesarios para poder volar directa a tu Corazón. A tu Hogar.

En fin, que hay tanta Verdad en las mentiras… que a veces me entran ganas de contarme alguna para ver qué encuentro. Igual, con ‘la tontería’, hasta consigo encontrarme a Mí.

Todo es cuestión de probar. 


Archivado en: SENTIRES Tagged: verdad
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