Las personas tenemos muchas facetas; nuestro carácter o nuestra personalidad no son planos ni transparentes como el cristal de una ventana. Estamos compuestos de muchos factores y la combinación de ellos es lo que configura nuestra personalidad.
Y algo parecido ocurre con la mayoría de las palabras, que encierran en sí varios conceptos y se refieren a más de una idea.
Pero con frecuencia sucede que cuando conocemos superficialmente a una persona pensamos que los únicos rasgos de su carácter son los más evidentes, e incluso a veces los confudimos y tomamos unos rasgos por otros. Y de la misma manera, de las diversas acepciones que la mayoría de las palabras tienen, sólo conocemos las más habituales, y a veces además les atribuimos significados inexactos.
Y tanto en un caso como en otro, descubrir esos aspectos más ocultos son casi siempre motivo de sorpresa y satisfacción.
En esto me paré a pensar no hace mucho, cuando dos amigos míos hablaron, por separado y en dos ocasiones diferentes, de la escasa profundidad moral que observan, en general, en la literatura contemporánea; de cómo echan de menos historias que apelen a la moral, que nos hagan meditar y nos conmuevan desde el punto de vista moral.Y en las dos ocasiones, algunas de las otras personas que estaban en la conversación, creyeron que hablábamos de moral en el sentido que con frecuencia se le atribuye a esta palabra: el de principios religiosos, o de convenciones sociales; de lo que se considera o no aceptable socialmente, lo que está bien o mal visto; de lo que desde hace un tiempo se denomina "políticamente" correcto o incorrecto.
Pero a lo que nos referíamos era a aquello que tiene que ver con la conciencia y el respeto humano, incluido el respeto a nuestra propia conciencia; a los valores personales propios, no impuestos, que nos indican cómo hemos de conducirnos; a las reglas de conducta que seguimos no porque nos lo mande una ley, una norma social o un precepto religioso, sino porque es lo que consideramos nuestro deber humano, lo que nos dicta nuestra conciencia que debemos o no debemos hacer.
Dice Robert Louis Stevenson en su ensayo "La moral de la profesión de letras":
El primer deber de cualquier persona que escribe es intelectual [...] Debe cerciorarse de que su propia mente se mantenga ágil, compasiva y brillante [...] El segundo deber, mucho más difícil de definir, es moral.
Y lo explica del siguiente modo: Sería deseable que todas las obras literarias [...] surgieran de impulsos sólidos, humanos, sanos y potentes [...] No existe el libro perfecto, pero hay muchos que deleitan, mejoran o animan al lector.
Y esto es precisamente lo que buscan mis amigos: esas obras que nos engrandecen y nos inspiran, porque surgen de esos "impulsos sólidos, humanos y sanos" y nos los transmiten.
Entonces, en aquellas dos conversaciones, yo sugerí que para encontrar esa llamada literaria a la moral hace falta recurrir a los clásicos. Y nuevamente hubo confusión, porque tendemos a asociar el concepto clásico con ideas de antigüedad, de cosa intelectual difícil y aburrida, o de tradición rancia.
Pero yo me refería a esa otra idea que encierra la palabra clásico y que se refiere a aquello que por sus cualidades se convierte en un ejemplo digno de imitar o seguir. Me refería a esos "clásicos" que lo son no por antigüedad, sino porque forman parte de la literatura eterna: Dostoievski, Flaubert, Wilde, Stevenson, Sandor Marai, Stefan Zweig, Virginia Woolf, Edith Wharton, Italo Calvino... por nombrar sólo algunos de mis favoritos.
Y es curioso que estos dos conceptos que fueron malinterpretados en las dos conversaciones, tengan entre sí una relación literaria tan estrecha, pues sin duda estas obras clásicas y eternas, se convierten en tales precisamente porque tienen, entre otras cosas, un carácter moral, que se advierte en lo que con ellas aprendemos sobre nosotros mismos, nuestro mundo y nuestros actos. Y sobre nuestras palabras.