
Ya tenía asumida la pérdida: no volver a saber a ti. Te eché de menos en mis dudas, en mis consuelos, en mis risas. Te busqué entre los mensajes y te esperé tras cada publicación, siempre pendiente de tu crítica y tus consejos. Me alentabas en los proyectos y me dabas la fuerza para explorar lo inalcanzable. A pesar de la lejanía siempres estabas ahí. Pero un día dejaste de escribir. Desaparecieron las respuestas, las risas, la complicidad y me quedé huérfana. Me extrañé y pensé que estarías cansado por el tratamiento como en otras ocasiones. El silencio esta vez fue más largo, pasaron las semanas y llegó la noticia. Te habías ido sin decir adiós, dejando un orfanato de amigos dependientes de ti. Hasta los que solo te conocían de poco, que ni sabían de tu enfermedad, te lloraron. Fuiste grande, sincero, divertido y crítico con todo y todos. Me costó despedirme por lo precipitado que fue todo y te borré de mis contactos pidiéndote perdón por ello en un último mensaje que no pudiste leer... (sigue aquí).
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