Al final, concluí que la verdad no existe. Suena demasiado drástico, pero eso sí es una… ¿Verdad…? Concluí que cada persona criba y filtra sus propias verdades, lo cual le hace obtener una razón. Su razón. Su verdad. No la verdad. Queriéndome resistir a pensar que debía existir una verdad común, algo que fuera “La verdad”, propuse a quien quisiera que me demostrara, de forma irrebatible, algo que fuera una verdad común. No lo propuse a modo de reto, sino a modo de tratar de corroborar una hipótesis. ¿Qué mejor forma de reforzar una hipótesis que tratando de destruirla…? Esa es la verdadera composición férrea de una teoría. Tratar de afirmarla, mediante la oposición de cualquier elemento destructivo.
Pasaron muchos meses, hasta que topé con un texto entre mis manos. No respondía a la solicitud antes mencionada, sino que fue pura casualidad. Solo existía una verdad. Y la única verdad, no existía realmente, paradójicamente. Esa verdad son los números. Es la única verdad universal. Quizá el ser humano, (Quizá no, de hecho) sea un completo ignorante respecto al porque de esa única verdad común, pero es la única que reúne los requisitos necesarios, para reafirmarse como única verdad. Los números. El álgebra. Demasiado paradójico, ya que la única verdad, es algo que realmente no existe. Algo no solo intangible, sino imaginario. ¿Alguien en meridianas facultades mentales, duda de que 2 + 2 = 4…? Fórmula que, sin unidades imaginarias, no es exacta. No hay dos unidades infinitamente idénticas, que sumadas a otras dos, también infinitamente idénticas, formen esas cuatro unidades. Sin embargo… ¿Alguien duda de que los números, es la única verdad común…? Las proposiciones, siguen abiertas.
Pongamos un supuesto: Una persona, sin ninguna noción musical de ningún tipo, frente a un piano. Pongamos, además, que ni si quiera conoce de que se trata ese instrumento de grandes dimensiones. Llevemos más al límite el supuesto aún, en la siguiente escena surrealista: Un hombre, recién salido de la caverna hace milenios de años, y sentado frente a ese piano. En el auditorio, a su frente, un oyente. Sigamos en el surrealismo y la imposibilidad de este supuesto, añadiendo que el oyente, es un contemporáneo de la persona que se sienta frente al piano. También, sacado de la caverna, e insertado en dicha situación. Continuemos con esta kafkiana escena, y supongamos que la persona frente al piano, está obligada a pulsar diez teclas seguidas, infinitamente. Así como el oyente, a escucharlas. Con tan solo esas instrucciones, sin ningún conocimiento, la falta de armonía y el desagrado melódico, rechinarán en los tímpanos de ambos. Pero, como es un supuesto en el que ya hemos dicho que quien presiona esa serie de diez teclas va a ser infinita, por probabilidad, sea tan tarde o tan temprano como fuera, logrará una melodía agradable al tímpano, una conjunción, que, inexplicable para ambos sujetos, agrada los sentidos, en este caso, aunque no exento de los demás, especialmente el auditivo. ¿Qué explicación pueden hallar ambos, ignorantes del funcionamiento y de las directrices de lo que es la música, la armonía, y la melodía…? Sencillamente, ninguna. Pero ambos reconocen esa azarosa serie de diez pulsaciones como agradable y placentera.
El último creyente.
1 + √5
Φ=———–= 1,618033………………………………………………………………………………………………………………………………………………….∞
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