A mediados de los años 50 y debido a la expansión de la oficina, el excéntrico arquitecto compró una vieja embarcación que acondicionó como estudio. La “Verona”, amarrada en Drottningholm, tenía lugar para diez tableros, una mesa de reuniones en el castillo de proa y la oficina de Erskine, simbólicamente, en la cabina del capitán, el único gesto “jerárquico” en una oficina que, por el contrario, estaba organizada por equipos pequeños y autosuficientes, y donde predominaban las ideas cooperativas. La oficina funcionaba como una “gran familia”, facilitada por el hecho que muchos eran jóvenes, solteros, idealistas e inmigrantes como el propio Erskine. Su socio y “mano derecha”, el danés Aage Rosenvold (quien dio algunas conferencias en Buenos Aires durante la expovivienda en noviembre de 1986) era el encargado de interpretar las audaces (y a veces poco prácticas) ideas de su socio en “ladrillo y mortero”, como dice Rosenvold.
En una sociedad donde la separación entre familia y trabajo es casi total, el equipo Erskine constituía un mundo aparte. En los veranos partían hacia Ragö, una isla cerca de Nyköping, junto con borradores, tiralíneas, lapiceras, esposas e hijos. La Verona amarraba cerca de la casa de un pescador que servía como “oficina base en tierra”. Las familias de los arquitectos se alojaban en cabañas cercanas y compartían las largas jornadas de trabajo; se interrumpían durante una pausa para el almuerzo, seguido de largas discusiones (o monólogos de Erskine, quien aparentemente nunca se contagió de la obsesión por el tiempo de los suecos).
Durante trece años, eran a la vez las vacaciones y el período más creativo del equipo.