Con más pena que gloria, perdidos de vista ya los tiempos en que alguna de sus obras avivó debates muy poco cinematográficos, "The runner stumbles" cierra en 1979 la carrera de Stanley Kramer.
Relativamente tardío en su periplo como director, que se había iniciado después de cosechar notables éxitos en la producción, a mediados de los años 50, Kramer empezó a respirar un aire enrarecido a finales de la siguiente década por el súbito cambio de escenario sufrido por el cine americano. Ya "no contaba" para nadie en esos últimos años que estuvo en activo.
Como sus películas recientes habían fracasado, a nadie debió importarle entonces que, siendo aún bastante joven, clausurara su irregular trayectoria con otro tropiezo más, para colmo sin que se atisbasen pretensiones de ponerse al día, bajando los brazos definitivamente.
Los grandes medios despacharon el film con los mismos argumentos que pudo esgrimir quien no lo hubiese visto: bobo, pasado de moda, sobreactuado, fofo.
Han pasado 34 años desde entonces y supongo que alguna copia de "The runner stumbles" seguirá dormitando, con su carátula retro, un poco mística, en los pocos videoclubs que sobrevivan agarrados a la nostalgia como a un clavo ardiendo.
En otros foros más modernos, el film no circula: es un fantasma.
Para cualquiera que se tope ahora con su espectro y trate de imaginar lo que se esconde tras su elegíaco envoltorio, lo cierto es que todas las prevenciones son pocas, o todas sobran.
Nunca le faltó arrojo a Stanley Kramer y tampoco esa vez. Quiso componer un melodrama íntimo y radical, cerrado a cal y canto de contaminaciones coyunturales, para albergar una historia de amor y muerte sin los aditamentos de su películas de los 50 y no vaciló en volver la mirada al cine de John M. Stahl, Leo McCarey o Henry King. Y no me resisto a mencionar también, por si sirven de algo, a Raffaello Matarazzo y a Keisuke Kinoshita.
Apenas dos estimulantes propuestas contemporáneas como la popular emprendida por Robert Mulligan y la subterránea de Paul Newman quizá sean los únicos vasos comunicantes contemporáneos del film y las conexiones para saber que estamos casi en los años 80 y no en mitad de los 40.
Opción en definitiva tan atractiva para unos pocos, como supongo que disuasoria para la mayoría, vista su nula fama.
El "experimento" se convierte en su más grande película desde la primera clave, marcada por el wanderer interpretado por Beau Bridges, picapleitos barato - cuando despierta de la resaca - defensor (incrédulo, por supuesto) del apuesto sacerdote acusado de haber matado a la hermana Rita. Él será el encargado de introducir y hacer las preguntas para que entren los flashbacks en que el Padre Rivard, pendiente de juicio, recuerde.
Los tres escenarios temporales, el pasado (los hechos imputados), el presente en la cárcel y el juicio (es decir, el futuro respecto al arranque del film) son dados simultáneamente.
Un actor de comedia como Dick Van Dyke y una recién llegada al cine desde la TV, con esa típica intensidad (demasiada en "I never promised you a rose garden", el papel por el que presumiblemente le dieron este) trastocada por el cambio de pantalla como Kathleen Quinlan, hacen una pareja que Kramer convierte en creíble y matizan cada palabra de un guión que imagino que leído, parecería un desatino.
La fordiana llegada de ella en tren, su juvenil sonrisa (toda ella ríe, al estar enmarcada lo único visible, su cara, por el hábito) y una primera mirada paralizada de él, lo dicen todo.
Los años que les separan y las creencias que les unen se borran en un instante para él. Ella parece ajena.
La narración de su mutuo acercamiento, pausada, ordenada, sin las crispaciones de otras veces, sobria por muy arrebatados y críticos que sean los episodios vividos, sirve para hacer crecer esa primera impresión.
Para él, ella le da un sentido por fin al mundo, lo reconcilia consigo mismo y borra años y dudas y vacíos.
Para ella, él es un cataclismo, alguien que dinamita un convencimiento que tal vez creía producto de una sensibilidad especial, un don.
Kramer no se empeña en ocultar el origen teatral del texto y confía la puesta en escena a los tamaños de plano y su cadencia.
Como Bergman, no trata de aislar y alejar de sus dominios a los protagonistas, a sitios donde, figuradamente, Dios no pueda escucharles decir y decirse la verdad.
Al fin y al cabo, se tendrán que enfrentar a un dilema más antiguo, más sagrado y más urgente que todos los libros y las reliquias que han condicionado sus experiencias: el que viven dos personas, estén donde estén y vengan de donde vengan, que descubren que necesitan estar juntas.
Qué poco importa entonces lo que un juez, un testigo "presencial" o un jurado, diluciden.
Sin ella, no hay ellos, ni ya tampoco, él.