La playa, como todas las novelas de Pavese que no tienen una impronta política mayor, habla únicamente de la confusión de las relaciones humanas. Ese grupo de veraneantes heterogéneo reunido en la playa se enreda en seducciones, amistades, amoríos, confidencias y pequeñas traiciones sin que pase nada importante en la superficie. Lo que pasa es la vida. La mediocridad insultante de la vida. La fugacidad de todo.
Resulta significativo que el narrador sin nombre sea el único personaje que ni tiene amor ni lo busca. No quiero abundar en la lectura homoerótica, que es sin duda estrafalaria, pero sí creo conveniente poner cierto énfasis en esa carencia, que emparenta bien con el descreimiento de Pavese en los afectos. Ese descreimiento que lo llevó al suicidio. La amistad del protagonista narrador con Doro —prolongada de alguna manera vicaria en su relación con Clelia— es el núcleo de la novela, pero incluso esa amistad pertenece a un tiempo narrativo anterior: en el tiempo de ese verano, todo es líquido, velado, brumoso. La pureza ha desaparecido. Las conversaciones están interrumpidas, llenas de sobreentendidos o de incapacidades. Pavese también es un autor de silencios, como todos los grandes. Los espacios opacos de la novela, los paisajes fuera de cuadro o desenfocados, tienen en realidad más importancia que lo que se nos muestra. ¿Quién es Berti, ese estudiante algo bobo y engreído? ¿Cuál es la vida no estival de Guido, por qué trata con la prostituta que finge no serlo? ¿Se siguen amando realmente Doro y Clelia? ¿Qué espera el narrador sin nombre de ese verano plomizo y lleno de hastío?
Casi nada se dice en voz alta. En Pavese la sugerencia, la insinuación o la deducción son cimientos narrativos. Los personajes hablan, se buscan, comparten bebidas o fiestas, pero sabemos que nada de eso es lo que los mueve o lo que los ilumina. Lo verdadero queda detrás, en la penumbra de la trastienda.
También escribí de El camarada: «Eso es lo que Pavese salva, la vida más primaria, la de la epidermis, la que los sentidos entienden y descifran: un vino tomado en una taberna de Roma, un paseo por calles solitarias, la tibieza del aire o la llegada a una ciudad extraña de noche se convierten en la médula. Incluso a veces parece que esos placeres insignificantes que se obtienen casi de baratillo compensan la persecución, el desamor y la desesperanza que reinan sin competencia».
Cada una de estas palabras sirve igual para La playa, aunque ahora tengo dudas de que Pavese llegara a creer nunca que ese júbilo de los actos pequeños compensara de los males de la vida (su suicidio parece probar que siempre tuvo claro que no era así). Hay en esta novela una exploración de lo sensual, comenzando por la elección del título: la playa tiene un protagonismo residual en la novela, pero simboliza justamente esa indolencia de la vida detenida, de la despreocupación, del sol suave que anestesia los sentidos.
«No recordamos días, recordamos momentos», dijo al parecer Pavese. La playa es una sucesión de momentos, de impresiones vagas que caminan hacia ninguna parte, como la propia vida. Quiero insistir en la advertencia al lector de novelas de trama: La playa le decepcionará, porque tiene un trazo impresionista, porque no hay grandes giros narrativos ni anécdotas sobresalientes. Aunque contiene escenas inolvidables, como la de la serenata nocturna a Rosina en el pueblo de infancia de Doro, su aliento es el de la evocación, el de la sombra.
Impresiones vagas que caminan hacia ninguna parte, como la vida. El final de la novela, a pesar de su rotundidad, abunda en ese desvalimiento. Todo parece cerrarse, pero en realidad nada se cierra. Las grandes dudas —las de los sentimientos de los personajes— se redoblan. Todo queda resuelto por la providencia, por la biología. Incluso hay una cierta alegría en Doro por no tener que decidir: seguir viviendo como la propia vida manda que se haga.
En ese final, del que nada quiero anticipar a los lectores desprevenidos, está también el sello inconfundible de Pavese: el destino, la fuerza de la gravedad, la perplejidad del mundo. El 24 de mayo de 1938, años antes de escribir La playa, anotaba en su diario: «Es bello cuando un joven —dieciocho, veinte años— se para a contemplar su propio tumulto y trata de captar la realidad y aprieta los puños. Pero menos bello es hacerlo a los treinta como si nada hubiera sucedido. ¿Y no te da frío pensar que lo harás a los cuarenta, y todavía después?» Los personajes de Pavese siempre tienen una juventud detenida, siempre contemplan su propio tumulto, siempre se sienten aturdidos ante él, siempre hacen el ademán de negar el desengaño. El narrador sin nombre y Doro, en La playa, también.
Luisgé Martín
Prólogo de La playa de Cesare Pavese
Editorial: Altamarea
Foto: Cesare Pavese