likeaduck @ Flickr.com (CC BY 2.0)
Vuelvo a la ciudad. A esa ciudad. A aquella ciudad. Da igual el nombre. Y frente al hotel, decadente y raído hasta los hilos, espera un bar que grita desayuno.
Camareras de uniforme entallado nos orientan a una mesa con aires de bistró, realzados por un ejército de pizarras escritas a mano. Entre promoción y promoción, leo mensajes que hablan de sueños y de amores. En las estanterías la luz cae en el punto preciso para resaltar el cuello de las botellas de vino, mientras el hilo musical nos envuelve con la calidez del smooth jazz. Tras el cristal, la mañana gélida y brumosa bien podría pertenecer a otro planeta.
Pido unos huevos rancheros y con el primer bocado noto en la garganta el desgarro del anzuelo recién tragado. Es entonces cuando absorbo la certeza de que aquel bar es el primero de otros muchos clones, hijos de un departamento de marketing. Templos paridos por especialistas en aventuras cómodas, familiares pero con un punto exótico, que no son ni demasiado frías ni demasiado calientes. Demiurgos de atmósferas plácidas, construidas a la mayor gloria del diseño aspiracional.
Dueños ya de los centros urbanos, lugares como estos comienzan a ocupar también los barrios periféricos. Como la ardilla de Estrabón, pronto podremos ir saltando de uno a otro, sin sufrir la más mínima pérdida de confort. Despojados ya del azar, viviremos una vida blanda y dulce, en la que todo será agradablemente previsible.
«Que viva la distribución normal y la campana de Gauss», pienso mientras apuro el exquisito chai latte.