(JCR)
Viví en Bangui, de forma intermitente, algo más de un año y tres meses, desde finales de 2013 a marzo de 2014, durante el periodo de la crisis en la que tanto los rebeldes musulmanes de la Seleka como los milicianos antibalaka se cebaron en una población indefensa a la que saquearon, torturaron, violaron y asesinaron como quisieron. Acabo de volver a la capital de la República Centroafricana y hoy la apariencia es de mucha más normalidad y seguridad, aunque siguen quedando varios miles de desplazados en iglesias y el aeropuerto que no pueden volver porque sus casas fueron destruidas el año pasado y no tienen a dónde ir.
Cada vez que vuelvo a Bangui, lo primero que hago es llamar a Gasi, mi taxista de siempre. Durante aquellos tiempos difíciles me salvó de muchas situaciones de peligro hasta el punto de que yo bromeaba con él y le llamaba mi “consejero de seguridad”, aunque hubiera sido más justo decir que era mi ángel de la guarda. Un buen conductor de taxi en esta ciudad está enterado de todo, gracias a la solidaridad que los del gremio tienen entre ellos, y sabe dónde va a haber una manifestación, dónde han atacado las milicias la noche anterior y qué barrios conviene evitar. Y más de una vez, al telefonearle yo y decirle mi programa del día simplemente me aconsejaba que me quedara en casa si salir. “Hazme caso, hoy va a pasar algo gordo, no te muevas”. Y siempre ocurría que los hechos le daban la razón.
Como casi todos los taxis de Bangui, el de Gasi tiene señales de haber sido baqueteado. A las abolladuras que tiene su despintado chasis hay que sumar un agujero de bala en el parabrisas, recuerdo de una de las veces en que se vio en medio de un tiroteo y pudo escapar para contarlo. El domingo pasado me lié la manta a la cabeza y, aprovechando que la seguridad ha mejorado mucho en la capital ribereña, aproveché para ir a ver a buenos amigos en los barrios que durante mucho tiempo han sido considerados como “zona roja” en os que era peligroso adentrarse.
Fuimos primero, a misa a la parroquia de Fátima, donde los combonianos han resistido contra viento y marea la violencia que ha asolado su barrio del Kilómetro de Cinco, antaño ejemplo de buena convivencia entre cristianos y musulmanes, y desde 2012 escenario de batallas campales, venganzas y ataques. En uno de ellos, en junio del año pasado, las micilias musulmanas entraron en el recinto de la iglesia, donde se habían refugiado algo más de 5.000 aterrorizados civiles y dispararon a placer durante media hora, matando a veinte personas y hiriendo a muchos más. Me sorprendió encontrarme en medio de una enorme multitud en el exterior de la iglesia, entregada con cantos y bailes a una liturgia que duró más de dos horas y media, mientras pensaba que el suelo que pisaba estaba regado con sangre de inocentes.
Tras desayunar con el padre Moses Ottii, quien el año pasado se llevó una puñalada en la pierna por defender a una chica musulmana a la que salvó de ser linchada, llamé otra vez a Gasi y me llevó al barrio periférico de Bimbo, a donde no llegaba desde octubre de 2013. El año pasado quise ir allí y no pude porque las milicias antibalaka no dejaban entrar ni salir a nadie del sector, convirtiendo a sus vecinos en prisioneros a cielo abierto. No pude evitar un suspiro de alegría al ver a la gente circular libremente y ver bares y restaurantes otra vez animados y llenos de gente que se sentaba a relajarse el domingo.
Y de allí, al barrio de Combattants, cerca del aeropuerto, donde comí en un chiringuito con mi amigo Justin, compañero en la misma ONG. Recuerdo que durante varios meses no tuvo más remedio que llevar a su familia al campo de desplazados próximo al aeropuerto y él se desvivía para hacer sus nueve horas de trabajo al día, asegurarse de que su mujer y sus hijos tuvieran los necesario para vivir y quedarse a dormir en la casa familiar de noche para evitar que los bandidos entraran a saquearla y a realizar destrozos. Cada mañana, cuando nos saludaba forzando una sonrisa, podía fijarme en sus ojeras que revelaban que había pasado la noche en blanco, a menudo a causa de los disparos que le despertaban a cada momento mientras intentaba descansar en el suelo de su vivienda.
Acabé mis visitas aquel domingo tomando un café con el padre salesiano Agustín Cuevas, en la parroquia de San Juan Bosco en el barrio de Galabadja, que hasta hace muy poco fue un feudo de los antibalaka. El sacerdote español llegó a tener cinco mil personas en el recinto de la iglesia, a las que él y sus otros dos compañeros de comunidad consiguieron mantener a salvo y con la moral alta gracias a una mezcla de mano izquierda y firmeza con las milicias, además de mucha fe. Hoy ya no quedan desplazados en el recinto, muy erosionado con surcos y agujeros que quedan como testigos de aquel año durísimo en el que Bangui fue un enorme campo de batalla que ahora parece haber dado paso a una ciudad que se abre camino a trompicones hacia una paz. Precaria, pero paz al fin y al cabo porque ninguna paz es mala.