Revista Cultura y Ocio
El fundador y sus intenciones
El nacido Juan Martínez del Guijo, que luego fuera el adusto, áspero, fanático, intransigente y fundamentalista cardenal Silíceo (latinizando su segundo apellido), nació el año 1486 en Villagarcía de la Torre, aldea cercana a Llerena (Badajoz)14.
En 1534 fue elegido por la emperatriz Isabel, esposa de Carlos I, como maestro del príncipe Felipe.
En 1541, cuando ya contaba el eclesiástico 54 años de edad, fue nombrado obispo de Cartagena, a instancias de Carlos I, a la muerte del cardenal Lang y dos años después (1543) es designado capellán mayor y confesor del príncipe Felipe.
El 1 de agosto de 1545 muere el cardenal Tavera y para sucederle es nombrado Juan Martínez Silíceo en diciembre de ese mismo año, haciéndose cargo del arzobispado más rico y extenso de España (Toledo).
Su elección no estuvo exenta de polémica, pues hubo otros competidores avalados por Francisco de los Cobos (el inquisidor y arzobispo de Sevilla, García de Loaysa, o el obispo de Sigüenza, Fernando Valdés) y por el propio Emperador (el arzobispo de Granada, Gaspar Dávalos), pero él contaba con el apoyo de Felipe II quien le tenía un gran cariño por haber sido su maestro.
Tomo posesión del cargo a través del licenciado Pedro de la Gasca –que después sería obispo de Sigüenza– el 30 de enero de 1546; pero no sería hasta el 21 de diciembre de 1555 cuando el papa Paulo IV le concediese el cardenalato con el título de San Pancracio.
El capelo llegó a Toledo el domingo 15 de marzo de 1556. Su imposición al nuevo cardenal tuvo lugar diez días después, por cuyo motivo se realizó una extraordinaria fiesta en la ciudad, dado que era el primero que lo obtenía en la catedral toledana de los siete que había habido en ella.
Lo recibió de manos del obispo de Segovia, Gaspar de Zúñiga y Avellaneda, hermano del conde de Miranda15. Silíceo siguió los ejemplos que antes de él habían dado los arzobispos toledanos, sus antecesores.
Como Cisneros, participó en la política militar y diplomática de su tiempo apoyando económicamente las contiendas del Emperador contra los corsarios de Argel, brindándole una tercera parte de sus rentas y 80.000 ducados a Felipe II como ayuda en su partida a Inglaterra; pero lo que preferentemente se resalta en el parangón es, sin duda, el perfil de mecenazgo tan característico de la época y tan vinculado al nuevo papel de los arzobispos en el siglo xvi.
El cardenal Mendoza había fundado en Valladolid el Colegio de Santa Cruz y en Toledo el Hospital de Santa Cruz, para niños expósitos; Cisneros creó y estableció la Universidad de Alcalá, impulsó la creación de colegios mayores y menores para la formación de clérigos ejemplares y fundó en Toledo un convento de franciscanas bajo la advocación de San Juan Ante-Portam Latinam –conocido en la ciudad por San Juan de la Penitencia–, y un colegio de doncellas pobres unido a él; el arzobispo Alonso de Fonseca mandó construir la capilla de Reyes Nuevos en la catedral toledana, entre otras actividades constructoras y el cardenal Tavera había mandado levantar el Hospital de San Juan Bautista, extramuros de la capital castellana, más conocido con el nombre de su fundador.
Ahora él, emulando a sus antecesores, instituye en Toledo el Colegio de Doncellas Nobles con el título de Nuestra Señora de los Remedios, fundación destinada a formar a las mujeres como santas y cristianas esposas.
También creará, con intención similar, el convento de Ntra. Señora de la Piedad, o beaterio, en la antigua sinagoga de Santa María La Blanca, pero con la significativa diferencia de que este era para acoger a mujeres arrepentidas de la mala vida.
Su labor de mecenazgo se completa con la fundación del Colegio de Ntra. Sra. de los Infantes para cuarenta clerizones (muchachos destinados a asistir al coro de la catedral) que después de estudiar gramática y música pasaban al seminario de Santa Catalina para seguir estudios eclesiásticos.
En todas estas instituciones vuelca su obsesión: todos los acogidos, los que trabajasen y los que tuviesen a su cargo los oficios divinos en ellos, debían tener su sangre limpia de toda impureza, es decir, proceder de una familia de cristianos viejos en muchas generaciones.
Muere en Toledo el 31 de mayo de 1557, a los 71 años de edad. En su testamento, además de las mandas usuales de misas y ceremonias del enterramiento, deja dicho que en principio lleven su cuerpo a Santa María la Blanca hasta que fuera trasladado a la capilla que se estaba construyendo en el Colegio de Doncellas Nobles, la cual deja instituida de capellanes y sacristanes, según las constituciones establecidas por él.
Queda patentizado en su testamento su carácter, su ideal y su ideario: su interés por la ceremonia del entierro, su pompa y boato; su preocupación por la salvación de su alma y el recuerdo de la de sus familiares; el celo y previsión para con sus criados y servidores; su obsesión por la limpieza de sangre y, sobre todo, el enorme interés y desvelo por su fundación predilecta, el Colegio de Doncellas Nobles de Nuestra Señora de los Remedios, al que presta toda su atención e inquietud hasta en los más mínimos detalles.
La institución y sus constituciones
Dos grandes preocupaciones constituían la base fundamental de la actuación del cardenal Silíceo: la limpieza de sangre y la educación de la familia cristiana.
Ninguna de las dos eran cuestiones inéditas, originales; sin embargo, sí lo era el carácter de lucha, fuerza y dureza con el que logró imponer el estatuto de limpieza de sangre en su diócesis, contra el parecer de la mayoría del cabildo catedralicio, y el planteamiento y concepción de su fundación redilecta: El Colegio de Doncellas Nobles.
Hasta ese momento, las fundaciones religiosas tenían como fin primordial la ayuda a los pobres y necesitados (hospitales, orfanatos, casas de caridad...) o el recogimiento de hombres o mujeres en beaterios, monasterios o conventos; pero la creada por Silíceo es singular.
El establecimiento más cercano en Toledo a este fue el instituido por Cisneros. Este último funda en 1514 un monasterio para que en él habitasen cuarenta monjas franciscanas, reuniendo a todas las de la Venerable Orden Tercera (V.O.T.) de San Francisco.
Agregado a este convento creó un colegio de doncellas pobres. Este establecimiento era independiente del monasterio. En su interior se educaban veinticuatro doncellas pobres que durante seis años permanecían en la institución bajo la tutela de las religiosas franciscas.
Pasado ese período de tiempo, y ya bien preparadas, si querían podían profesar en el propio convento, donde se las admitía gratuitamente. Si por el contrario salían para casarse, se les daba una dote de 25.000 maravedíes.
Lo singular y más característico de la fundación del cardenal Silíceo es que, por una parte las doncellas que podían entrar en ella debían ser nobles, pero no en el sentido aristocrático, sino en el de pureza de sangre; pertenecientes a familias de cristianos viejos sin antecedentes de contaminación con judía o mora; y por otra que sólo se daría la dote (100.000 maravedíes) a la que saliese para contraer matrimonio y, por el contrario, no se daría ni un céntimo a las que lo abandonaran para ser monjas.
Con esto queda clara la intencionalidad y el ideario del Arzobispo. Le preocupaba sobremanera la formación de madres de familia cristianas con el fin de que infundieran esa educación en los posibles hijos que pudiera haber en su matrimonio.
Veía en la mujer la base de la familia cristiana, del orden en la casa, del recto caminar de la juventud marcado por la Iglesia católica, pues conocía la despreocupación del hombre en estos menesteres y a la vez reconocía que aquellas que entraban a formar parte de un convento nada de positivo realizaban en beneficio de la sociedad, pues su ejemplo quedaba sin proyección.
Era un amante de la educación positiva, pragmática, abierta, pero severa, en el sentido estrictamente cristiano, en consonancia con lo que aquella sociedad consideraba, como así lo estimaban Juan Luis Vives en La formación de la mujer cristiana o fray Luis de León en La perfecta casada.
La institución o fundación del Colegio, se realiza en las casas arzobispales y ante escribano el domingo 25 de octubre de 155119, y para salvaguardarla, en la última de las revocaciones que realiza sobre su testamento, deja como patronos al rey y al arzobispo de Toledo.
Entre los testigos se hallaron Alonso Téllez Girón, señor de Montalbán; Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, conde de Mélito y duque de Pastrana; el licenciado Jerónimo de Valderrama; Alonso Chacón; Francisco de Hoyos y García Díaz de Tablares, su secretario.
Este último deseo del ya nombrado cardenal no lo verá confirmado, pues hasta el 30 de noviembre de 1560 Felipe II no firmará la carta de aceptación del patronazgo por sí y por todos sus descendientes en Toledo, unos meses antes de trasladar definitivamente la corte a Madrid.
Fue el propio administrador del Colegio, Cristóbal Pérez, al estar por entonces arrestado el arzobispo de Toledo Bartolomé de Carranza, quien solicitó y suplicó al monarca que aceptase el patronazgo que le había dejado el cardenal Silíceo.
Después de unas deliberaciones de cómo debía ser la relación entre los reyes y los arzobispos de Toledo en todo lo tocante a este Colegio, Felipe II, como hemos dicho, aceptó el patronazgo.
Como tal patrón tomaba bajo su protección y amparo al «Colegio, personas, bienes, privilegios y exenciones» en todo lo que a él concerniese; prometía favorecerle y ayudar a su sostenimiento y conservación. Aceptaba compartir la admisión, para él y sus descendientes, de las doncellas en unión de los diferentes arzobispos de Toledo de modo que a los monarcas les correspondería nombrar a 60 y a los arzobispos.
Asimismo el administrador sería nombrado desde ese momento en adelante, tras el fallecimiento de Cristóbal Pérez, por los monarcas, mientras que el nombramiento de la rectora quedaba a potestad de los arzobispos El cardenal Quiroga no estuvo de acuerdo con las condiciones que firmó Cristóbal Pérez con S.M., porque no tenía poder ni autoridad para aceptar esas cláusulas en su momento y porque además no hubo ni confirmación ni aprobación del Papa sobre ello.
Analizada la cuestión por el Consejo de Cámara de Felipe II, se aceptó que los nombramientos de administrador y de rectora fuesen potestad de los arzobispos de Toledo, así como la presentación de 40 doncellas de las 100 y el capellán mayor, cuatro capellanes y otros ministros para el servicio y culto divino de la iglesia del Colegio; pero con la condición de que para el oficio de administrador el arzobispo propondría dos nombres al monarca y éste escogería uno de ellos.
El cardenal Quiroga aceptó las condiciones. La concordia fue firmada por el doctor Amezcueta, representante de Felipe II, y el cardenal Gaspar de Quiroga el 7 de marzo, teniendo como testigos a Francisco de Aponte, Francisco de Ortúñez y Juan Suárez, ante Francisco González de Heredia, escribano del rey y notario en su corte.
El Rey aprobó la concordia por Cédula Real de 11 de marzo de 1594 y la escritura fue sancionada en Roma por Clemente VIII el 2 de agosto de ese mismo año.
Después de haber anunciado el cardenal Silíceo en diversas ocasiones y aludir en diversos documentos a las constituciones que pensaba establecer para su Colegio, por fin el 9 de mayo de 1557 (21 días antes de su fallecimiento) las firma para su guarda y observancia, con la condición de que podría cambiar, añadir o quitar todo aquello que le pareciera oportuno y conveniente.
POR Ángel Santos Vaquero Doctor en Historia http://hispaniasacra.revistas.csic.es/index.php/hispaniasacra/article/viewFile/518/518&version;
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