Revista Libros
Olalla Castro Hernández. La vida en los ramajes. Devenir. Madrid, 2013.
Seguiremos insomnes
viviendo en los ramajes.
Madera que da a luz sólo virutas,
sin casa, sin puentes, sin iglesia.
Para volver al negro,
al húmedo edén del que salimos.
Aquí,
colgadas de los árboles,
las máscaras,
al chocar las unas con las otras,
nos susurran en lenguas extranjeras.
Delicioso escuchar
sin entender ya nada.
Así termina La vida en los ramajes, el poema que abre y da título al libro con el que Olalla Castro obtuvo el premio Miguel Hernández en 2013.
Entre ese poema de obertura y el cierre con el Autorretrato final, ya en las Autobiografías apócrifas de la infancia, en las cinco partes del libro habla con su desobediencia resistente la mujer-fortaleza que toma la palabra en uno de los más significativos textos del libro.
Y así como García Lorca fundió en una misma vitalidad herida y desobediente a los negros del Bronx y a las mujeres oprimidas de sus dramas mayores, así también Olalla Castro reúne feminidades y negritudes para que hablen a través de la autora mujeres invisibles como Emily Dickinson, Virginia Woolf o Colombine, representantes de una resistencia femenina que engendra los verbos insurgentes que son la savia poética y las raíces de este árbol.
O para que los negros busquen consuelo y liberación en una música -el swing y el blues- sin más norma que el sentimiento, la expresión del dolor o el ansia de libertad a través del ritmo. Es el caso de Louis Amstrong, al que se dedica un espléndido poema, o el de aquella Rosa Park cansada –doble víctima, por mujer y por negra-, cambiando el curso de la historia cuando se negó a levantarse el asiento para blancos de un autobús.
Sacudidos por la intemperie de la historia y el viento de la injusticia, esos son los ramajes de un árbol que vive más en ellos que en su tronco inmóvil y secular del que han brotado esas ramas de apariencia frágil y consistente fortaleza.
Con su palabra reivindicativa, Olalla Castro redefine el amor y los modos del deseo en los textos eróticos en los que la mujer-sujeto rompe los roles tradicionales de la relación amorosa.
Una actitud que reinterpreta de manera retrospectiva la espera de Penélope, que protagoniza uno de los poemas más potentes del libro, Homero mintió:
No era a tejer y a destejer esperas
a lo que dedicaba Penélope las noches.
Dormían sus pretendientes esperando,
ávidos, ver al fin la mortaja de Laertes,
mientras ella inventaba sus propias odiseas.
Leía pergaminos
traídos por mar desde otras tierras
y besaba el único ojo
de sus Cíclopes tiernos.
En el mar que habitan las sirenas
aprendía uno a uno
los acordes-escudo de sus cantos.
Penélope a salvo
de la mirada de ellos,
el bozal en suspenso,
distendida la soga,
deseaba que el viaje durase para siempre.
No era a tejer y a destejer esperas
a lo que dedicaba Penélope las noches.
Ella jamás pensó que Ulises,
al fin,
regresaría.
Santos Domínguez