Revista Cultura y Ocio
Fotos. Sara del Castillo para Jot Down Magazine
Hay poetas que aman su ruina. Es esa ruina la que les faculta como poetas precisamente. Leopoldo María Panero, a decir suyo, odiaba a Leopoldo María Panero, pero adoraba lo que escribía, no había otra cosa en su vida que le acercase más a cierta sensación de bienestar que la de producir poemas o la de ser entrevistado. He leído al poeta y he escuchado decenas de entrevistas en las que prevalece esa anarcoindividualismo, en sus propias palabras. Todo es deleznable y ruin, nada merece salvarse, pero la palabra es el instrumento sagrado, es a la que encomienda la sublimación de su alma. En ese trayecto no deja nada en pie. La familia es la primera sacrificada. La vida vino después. El poeta en el manicomio es el poeta manumitido de los protocolos, es decir, el hacedor máximo, el obrador puro. A Panero se le trae hoy a primer plano porque la muerte de los poetas malditos tiene todavía ese pedigrí dulce de las cosas que no entendemos. La poesía no se entiende. La de los malditos se entiende menos, pero vende infinitamente más. Ha muerto el fumador empedernido, el bebedor crítico de Coca-Cola, el apestado al que amaban más afuera, en París, que él adoraba, o en cualquier ateneo cultural en donde la poesía todavía tiene la vigencia que aquí, en este país de fracasados y mediocres (según Panero) nunca tuvo. Yo me atrevo a sentenciar: nunca tendrá. Al hombre, que no al poeta, lo engulló hace tiempo el abismo. Parte de su obra, por no decir su obra entera, consistió en contarnos qué hay dentro de ese abismo. Ya no está el blasfemo, el alcohólico, el depravado, el loco. No sabe uno en qué cifrar esa locura, sobre qué criterio razonarla. Estuvo loco como poco: quizá llegó más lejos y le dio la vuelta al asunto y se encontró, de cuajo, con la cordura, que estaba ahí, pero haciendo falta el poema y el tabaco imposible y la cafeína en vena para que la adquiriese. La cordura se adquiere. Porque la vida nos enloquece. Al menos él lo sabía. No va a descansar en paz. No hubo un cristo en la tierra que le consolara, no tuvo a dios cerca, no creyó en los dogmas, se esmeró en faltarles al respeto de un modo profesional casi. El manicomio era el puto infierno, pero la vida era peor. Mucho peor que cualquier otro castigo. Menos mal que era más inteligente que Nietzsche. Menos mal que cultivaba el espanto como una ciencia. Era un poeta amarrado a un desatino. Todos los buenos poetas, en el fondo, querrían tener a un loco dentro, pero las editoriales y la educación no les dejan.