Por supuesto que ahora no me acuerdo ni remotamente del momento de mi nacimiento pero por entonces, sin saber hablar y menos leer, estoy convencido de no haber recibido más enseñanzas de las que instintivamente yo tuve necesidad de aprender. Tras ello, puedo asegurar que casi nada ha cambiado en mi vida por más que en ocasiones la indolencia y la procrastinación me inviten a no aceptar que el conocer es más una cuestión de buscar, escuchar y leer que de esperar a que una luz, a la flamígera manera de Moisés, sobre mi quiera descender.
¿Es posible aprender sin querer…?. Puede ser, especialmente en aquellos casos en los que la repetición constante de algo concluye en su aprendizaje por aburrimiento al estilo de las letanías con las que nos pretendían enseñar las tablas de multiplicar en las aulas de mi niñez. Es cierto que entonces las memorizamos, pero no supimos el porqué de esos cálculos y aún menos el para qué. La escuela nos lo enseñó antes de que nosotros lo quisiéramos aprender y en esta ejemplificación de algo aprendido por reacción y no por decisión se encuentra la ineficiencia del conocer sin querer.
Albert Einstein atribuyó públicamente parte de la explicación de su destacado desarrollo intelectual a que casi todo lo que aprendió en su infancia y primera juventud fue por su propio interés, porque lo investigó y lo preguntó, no conformándose con respuestas insatisfactorias al nivel de sus expectativas de saber. De esta forma, logró llegar a su madurez partiendo desde un escalón de conocimiento superior, que evidentemente siempre se encargo de extender siguiendo en su vida este mismo proceder.
Por tanto, en asuntos de conocimiento no parece suficiente el resignarse a recibir sino que es aconsejable el indagar y para ello nada mejor que potenciar una competencia que, como todas, de no tenerla como instinto natural siempre se puede incorporar. Me refiero a la “curiosidad”, entendida como el deseo propio e independiente de conocer aquello que no se sabe para satisfacer la necesidad de aprender. La curiosidad moviliza el comportamiento mientras que la indiferencia retiene el interés. La curiosidad es alimento de vida como así lo demuestra el actuar de los niños, frente al desinterés que anuncia el ocaso de la misma y en la que se instalan los ancianos que por ella se dejan vencer.
Así pues, el tránsito por la vida no garantiza de ningún modo el saber, ni aun en su forma de experiencia como sistema de conocimiento empírico y procedimental por mucho que muchos se obstinen en calcularla simplemente en proporción directa de la edad. La experiencia no lo es sin interés. Nunca se atesora experiencia desde el sedentario y contemplativo desdén y en caso de duda que se lo pregunten al conocimiento que logra acaparar en su vida cualquier ciprés.
Aceptar que la vida nos enseña es trasladarle equivocadamente una responsabilidad docente que no tiene ni nunca podrá tener pues somos nosotros, los vitalmente discentes, quienes podemos y debemos aprender aunque solo si lo queremos y por tanto para ello hacemos lo que haya que hacer…
Saludos de Antonio J. Alonso