La pareja de patos mandarín cuidaba de sus polluelos en el nido
construido a bastante altura en el hueco de un árbol del bosque. Aquella
hermosa mañana de mayo la hembra salió del nido y voló por los
alrededores en busca de comida. Tenía cierta preocupación porque su
instinto le decía que había llegado la hora de que sus patitos
abandonaran el nido y se enfrentaran al mundo. Para eso deberían saltar
al suelo que se hallaba a más de quince metros. Luego, ella les guiaría
hasta el agua, su medio habitual.
En esto, vio a lo lejos unas personas reunidas en la barandilla de un
puente. Se acercó curiosa y distinguió que uno de ellos saltó al vacío.
Pensó que también a él le había llegado la hora de iniciar su vida fuera
del nido. Pero cuando comprobó que quedaba colgado de una cuerda,
dedujo que aquellos humanos no estaban preparados para salir del nido.
¿Cómo podría reunirse con sus padres atado de aquella manera?
Siguió volando y más adelante un avión que volaba más rápido le
sobrepasó. Su sorpresa fue mayúscula al darse cuenta que de él salían
personas que caían como piedras. —Estos sí son de los míos —pensó.
Pero de pronto a aquellas personas les aparecían como unas grandes setas
que frenaban su caída. Luego llegaban a suelo y comenzaban a caminar.
La idea no le pareció mala, mas no se le ocurrió la forma de aplicarla a
sus patitos. Además sabía que la vida les protegería. Su bosque les
regalaba un montón de hojas secas en forma de alfombra mullida.
Mucho más tranquila volvió al nido dispuesta a animar a sus polluelos para el salto.
Autor: Javier Velasco Eguizábal