Revista Cultura y Ocio

La vida secreta de las plantas

Por Calvodemora
Tengo una pareja de amigos que tienen un libro de César Vidal al que le ha encomendado una función que no encomienda a ningún otro de los suyos. El libro tiene como cometido elevar diez centímetros críticos una maceta reposada en la altura de un mueble de salon y tapada parcialmente. El grosor de la obra permite que la maceta, una pequeña con unas ramas lánguidas que se dejan caer armoniosamente y enseñorean unas hojas de muy agradable aspecto, se exhiba con más porte y no se malogre su oficio decorativo. El hecho de que fuese César Vidal el elegido me produjo una sensación extraña. Les quise preguntar las razones de esa elección, pero las entendí a poco de revisar el resto de los libros que ocupaban muchas de las habitaciones de su casa. Era una de esas maravillosas ocasiones en las que el libro vale únicamente por su grosor, por el hecho de que ocupe en el espacio un volumen determinado, uno cómplice con nuestros propósitos. Yo hubiese izado el poto con algo de Coelho o de Bucay, pero tendría que comprarlos. En este caso, sale más barato poner un ladrillo o una caja de zapatos pequeña, como de bebé. 
Del libro, más allá del tesoro que tutela, extrae usos a los que la razón no concedería ningún crédito. Algunos libros han salvado vidas: la bala se alojó en sus páginas y no abrió la carne. Otros, bien al contrario, han contribuído al triunfo del mal. Son los libros los que construyen los imperios y son también los que los acaban reduciendo a escombros, los que forjan indeleblemente el alma, ennobleciéndola o enturbiándola, pero he aquí a mis amigos concibiendo un uso bastardo, un uso insólito que no debería dejarse pasar y que informa sobre los tiempos en los que vivimos. Me hubiese intrigado más, entiendo yo, que en lugar del tocho del santo Vidal hubiese escogido La montaña mágica de Mann o el Ulises de Joyce. Una buena bíblia o una colección de revistas del Reader's Digest habrían cumplido con creces la noble misión de poner a la vista el cuerpo principal de la planta, pero fue Vidal el elegido, sobre el que recayó la responsabilidad de la estética. Se valora más este gesto si pensamos que mis amigos estrenan casa (un año y unos meses es todavía poco tiempo y se puede decir que andan de estreno) y que todo está pensado de un modo riguroso, que luego mengua o desaparece en cuanto el hábito se adueña de la vivienda y reina cierto conformismo digno y nada recriminable. 
Pero qué sutilidad la de mis amigos, qué arte tienen; expresan con una sutilidad prodigiosa lo que las palabras, en ocasiones, no sabrían, y el hecho de esconder el objeto mismo de este juego maravilloso debajo de una maceta, ofreciéndole su alza libresca, confirma lo que uno piensa nada más ver algunas de las baldas que pueblan la casa que ayer visité. Allí estaban libros formidables, muchos de mi agrado, leídos, degustados, y no es posible que compartan espacio Paul Auster, Brooklyn Follies mirándome como queriendo que lo leyese de nuevo, y César Vidal o Jorge Luis Borges y César Vidal o Antonio Tabucchi y César Vidal. No es que esté uno de gresca con el pantagruélico autor, pero siempre está ahí, rondando, el sentido común, los afectos y los desafectos que el apetito lector va formando a través de los años. Si yo tuviese que buscar entre mis libros uno que cumpliese eficientemente ese papel mobiliario acudiría a alguno antiguo, no sé, a un Dan Brown, que no se qué hace en uno de mis anaqueles, pero ahí anda, granjeándose mi enemistad eterna. Lo compraría un día gris, teniendo la cabeza en otra parte, pero no en donde debía. El Vidal de Paco y de Laura sería un regalo, un descuido, un día malo en los que la cabeza esté otra parte, seguro. De todas formas, qué sutilidad, qué arte, qué uso bastardo más hermoso. Luego la amistad, el Brockmans y el cardamomo amenizaron la tarde.


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