“Al principio fue el Crepúsculo”, decía Cioran. Y en ese mismo sentido podríamos decir que fue antes la fatiga, la necesidad de descansar, que el trabajo y el esfuerzo que debieran motivarlas. Es algo que sabe bien todo melancólico. Más aún, es algo que todos sabemos desde nuestra esencial, consustancial melancolía. Todos partimos de esa pereza, de esa vocación por el no ser, de una insaciable sed de sueño y de Nada, la misma que le hacía decir a León Felipe:
“Señor del Génesis y el Viento...vuélveme al silencio y a la sombra,al sueño sin retorno y a la Nada infinita...No me despiertes más”
Un ansia de escaparnos de la vida y del mundo que encuentra cada día unas horas de satisfacción cuando, efectivamente, caemos dormidos. Al menos una parte de lo que somos aceptará la muerte para que esa insobornable aspiración a la Nada y al olvido que nos es congénita acabe, por fin, realizándose. De lo cual el mismo Cioran tenía vislumbres anticipatorios que le llevaban a preguntarse: “¿Qué hombre, al mirarse al espejo en penumbra, no ha tenido la impresión de encontrarse con el suicida que lleva dentro?”. Es lo que, según Ortega, tiene perfectamente experimentado, querido Vicente, el budista: “¿Qué es la vida para Buda? –se preguntaba metiéndose en su piel– La vida es sed, es ansia, afán, deseo. No es lograr, porque lo logrado se convierte automáticamente en punto de arranque para un nuevo deseo. Mirada así la existencia, torrente de sed insaciable, aparece como un puro mal y tiene sólo un valor absolutamente negativo. La única actitud razonable ante ella es negarla. Si Buda no hubiese creído en la doctrina tradicional de las reencarnaciones, su único dogma hubiese sido el suicidio (...) ¿Cómo salvarse de la vida, cómo burlar la cadena sin fin de los renacimientos? Esto es lo único que debe preocupar (al budista), lo único que en la vida puede tener valor: la huida, la fuga de la existencia, la aniquilación”
Y sin embargo, en vez de estar muertos, de rendirnos a esa enorme fuerza gravitatoria que sobre nosotros ejercen la Nada y su lugarteniente el Absurdo, vivimos. ¿Cómo explicar ese error, ese “…estado de no-suicidio llamado ser” (Cioran)? Si “el no ser es más fácil que el ser, (porque) en el ser hay siempre un esfuerzo” (María Zambrano), ¿por qué nos empeñamos en optar por la solución difícil que es vivir? Si “la nada es un bálsamo existencial” y “la vida (no es más que una) chulería de la materia” (Cioran), ¿por qué no cedemos al poder de la inercia y regresamos a aquel momento en el que no había nada que nos perturbase, en el que aún no habían aparecido el desasosiego y la angustia?
Efectivamente, Ortega decía que “hay en cada cosa una aspiración a ser más que materia, a ser lo que los físicos llaman fuerza viva”. La vida es un (¿chulesco?) añadido, algo que se superpone a esa primordial aspiración a no ser nada o, en su defecto, a ser solo materia inerte, que en nosotros se manifiesta como desesperación, como renuncia a salir de nosotros mismos, porque no habría eventualmente nada ahí afuera, en el universo, que viniera a resolver lo que le falta a nuestro interior, tal y como dices, Vicente, apoyándote en Swami Prajnampad y en Marco Aurelio. Cioran, que contaba entre los componentes de su bagaje intelectual con la suficiente ironía y, a veces, sarcasmo, utiliza a menudo el recurso de cambiar de bando cuando parece que ya ha dicho todo lo que tenía que decir desde el bando contrario; y así, después de parecer que, desesperado, se rinde al budismo nihilista, introduce este otro tono en su discurso: “Lo que irrita en la desesperación es su legitimidad, su evidencia, su ‘documentación’: puro reportaje. Considérese, por el contrario, la esperanza, su generosidad en el error, su manía de fantasear, su rechazo del acontecimiento: una aberración, una ficción. Y es en esa aberración en lo que consiste la vida y de esa ficción de lo que se alimenta”. El sarcasmo asoma en esta otra reflexión: “Abro una antología de textos religiosos y caigo de entrada sobre esta frase de Buda: ‘Ningún objeto merece ser deseado’. –Cierro inmediatamente el libro, pues tras eso, ¿qué leer?”.
Ciertamente, para Cioran, en cierto sentido (no se sabe hasta qué punto irónico), tomar partido por la vida es optar por el error, por el autoengaño. Consecuentemente, “la lucidez es el resultado de una mengua de vitalidad, como cualquier falta de ilusión. Darse cuenta de algo va en contra de la vida; tenerlo claro, todavía más. Se es mientras no se sabe que se es. Ser significa engañarse”. Ante nosotros tendríamos, pues, dos opciones: ser lúcido o vivir, desesperarse o ilusionarse… O bien, traduciéndolo al lenguaje de la psicología clínica: vivir deprimido y preventivamente retirado del mundo o mentalmente sano y apto para discurrir por la vida. También decía Cioran que “aceptaríamos fácilmente las penas si la razón o el hígado no sucumbieran a ellas”, porque, efectivamente, la desesperación, renegar de la existencia, añorar la Nada son pensamientos y actitudes que repercuten directamente sobre nuestra fisiología: no solo los trastornos psíquicos, sino buena parte de los orgánicos tienen su fundamento en aquellas formas de defección. “Toda experiencia profunda se formula en términos de fisiología”, remata Cioran. Y Wilhelm Stekel, un intelectual que, como tantos otros, salió de la matriz del psicoanálisis para volar después a su aire, vendría a confirmar esta visión cuando decía: “Cada enfermedad es un aviso de que algo en nuestro espíritu no está en orden. Ella nos recuerda que debemos echar una mirada introspectiva a nuestro mundo interior y preguntarnos si nuestra existencia expresa el sentido de la vida”.
Yo prefiero plantear el asunto en términos diferentes de aquellos que empujan hacia la dicotomía lucidez/autoengaño, a la cual vendría a superponerse la de patología/salud. No es inocuo escoger los términos que han de definir una cuestión, porque desde allí se puede estar determinando la posibilidad de una solución o la de meterse en un callejón sin salida. Donde, irónico o no, Cioran reduce la vida a un error, yo prefiero entender que esa vida lo que hace es discurrir entre el caos y la razón, entre el absurdo y el sentido. Para empezar, la vida es, sí, todo eso que promueve nuestro deseo de regresión a la Nada: “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido” (Ortega). Para eludir ese caos, hay un modo sucedáneo de no decidirse a vivir: permanecer encerrados en nosotros mismos, renunciar al mundo externo o, como diría Freud, rechazar el principio de realidad. Es la opción digamos que “elegida” por los autistas (una “opción” incluso prenatal) y es aquella en la que anclan las psicopatologías más graves, las que sufren quienes viven en un mundo interior exclusivo e incomunicable, los psicóticos. Esto es algo que queda de manifiesto en el síndrome de desrealización, que es el que sufría un paciente esquizofrénico de Eugène Minkowski, psicoterapeuta existencial, una vez que había “decidido” desentenderse del mundo, y que se expresaba de esta forma: “Todo está inmóvil a mi alrededor (...) Las cosas (...) son como pantomimas, pantomimas que se ejecutan a mi alrededor, pero en las que yo no entro, yo quedo fuera. Tengo mi juicio, pero me falta el instinto de la vida. Ya no logro actuar de una forma suficientemente viva (...) He perdido el contacto con todas las especies de cosas. La noción del valor, de la dificultad de las cosas, ha desaparecido. Ya no hay corriente entre ellas, y yo no puedo abandonarme a ellas. Existe una fijación absoluta a mi alrededor. Aún tengo menos movilidad hacia el futuro que respecto al presente y al pasado. Se da en mí como una especie de rutina que no me permite considerar el futuro. El poder creador está en mí abolido. Veo el futuro como repetición del pasado”.
Desde una plataforma contraria a esta, decía Ortega: “La vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”, “porque –añadía en otro lugar– naturalmente y en plena salud, la atención iría siempre hacia lo de fuera, hacia el contorno vital más allá del organismo”. Lo que ahí afuera nos espera, sin embargo, y para empezar, es el caos; asomarse al mundo exterior significa confrontarse con el absurdo. ¿En qué consiste ese caos, ese absurdo que nos hace sentirnos perdidos? Pues, como ya sabían los griegos, consiste en el cambio, la inestabilidad, la falta de permanencia de las cosas, el constante fluir de todo lo que debiera de aportarnos una identidad. La clausura en lo interior es, pues, incluso –aunque de forma harto precaria– para el autista, un mecanismo de defensa para mantener un sentimiento de identidad, de ser alguien. Así que la tarea consiste en salir afuera para descubrir lo que hay (y si no lo hay, lo que merecería haber), lo que permanece a través de los cambios, lo que debiera estar ahí sirviéndonos de referencia para lograr una identidad. En suma, salimos al mundo para descubrir el sentido de la vida. “El hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido” (Ortega). Ese sentido, para empezar, falta: todo fluye. Pero erramos el camino si renunciamos a encontrarlo, si decidimos quedarnos encerrados en nosotros mismos, si optamos por la indiferencia, porque las (variables y volubles) cosas no nos afecten, por la ataraxia o imperturbabilidad que proponían los estoicos y el Buda mismo. En suma, si optamos por la Nada y el vacío (por la renuncia a la vida).
¿Buscar el sentido de la vida significa que existe? Pues, como Dios, es lo eternamente ausente, pero sabemos, más o menos, en qué dirección está: fuera de nosotros.“El deseo de una verdad trasciende de sí mismo, se deja atrás a sí mismo y va a buscar la verdad” (Ortega). Como individuos (como seres en sí mismos, dentro de sí mismos), lo que nos espera es el fracaso: “El destino –el privilegio y el honor– del hombre es no lograr nunca lo que se propone y ser pura pretensión, viviente utopía. Parte siempre hacia el fracaso y antes de entrar en la pelea lleva ya herida la sien” (Ortega). Solo empieza a vislumbrarse ese sentido cuando, sin dejar de ser quienes somos, algo ahí afuera tiene, paradójicamente, la suficiente fuerza como para sacarnos de nosotros mismos, para convertir nuestra vida en alguna forma de entrega. En ese momento alcanzaremos la excelencia: “El hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone” (Ortega). Yendo hacia eso que está más allá de nosotros mismos (que no quiere decir que de una manera definitiva lleguemos a encontrarlo), la vida empieza a tener sentido.