Este es uno de esos libros que a veces compras para leerlo, pero en las primeras páginas te aburre…bueno, este era el caso, lo tomé tres veces y no pasaba de la página veinte, decidí leerlo porque siempre lo veo como “uno de los libros que debes leer antes de morir” y obviamente no quiero irme sin haberlo leído, ¡me sorprendió!
Aunque escrita en 1886, la novela de Tolstói refleja el vacío existencial que produce una vida orientada a las apariencias, la productividad y el reconocimiento social.
Hoy, ese mismo vacío se amplifica con las redes sociales, donde la identidad se construye a través de una pantalla y la búsqueda de aprobación sustituye el sentido de la vida. (¿Cuál es ese sentido?)
León Tolstói publicó La muerte de Iván Ilich en 1886, en una Rusia zarista que atravesaba transformaciones sociales y morales. Era una época marcada por el surgimiento de una clase media burocrática, ansiosa por ascender socialmente y obtener reconocimiento en una estructura jerárquica rígida. En ese contexto, Tolstói retrató con agudeza la vida de un hombre común: un juez correcto, eficiente y aparentemente feliz que descubre, al borde de la muerte, la FALSEDAD de su existencia. Más que una historia sobre morir, la novela es una radiografía de la vida moderna, es decir, un espejo donde la rutina, el éxito y las apariencias se confunden con el sentido verdadero de la existencia.
A pesar de haber sido escrita en el siglo XIX, la obra conserva una fuerza inquietante en pleno siglo XXI. La sociedad que Iván Ilich representa: ¡obsesionada por el deber, el estatus y la mirada del otro!, se ha transformado en la nuestra: digital y vertiginosa, donde la búsqueda de validación se expresa en pantallas y algoritmos. Hoy, la fachada de una vida “correcta” se traduce en perfiles cuidadosamente editados y publicaciones que simulan bienestar. Tolstói anticipó, sin saberlo, la lógica de la hiperconexión y la soledad digital: ese vivir de cara a los demás y de espaldas a uno mismo.
Pienso: Si Iván Ilich viviera hoy, su vida transcurriría entre notificaciones, selfies y publicaciones que buscan “me gusta”, sin notar que su existencia se vacía de sentido.
Su historia no es solo la de un hombre del siglo XIX, sino la de cualquiera de nosotros en una época donde el brillo de la pantalla intenta ocultar la falta de sentido interior. La muerte de Iván Ilich sigue siendo una advertencia contra la cultura de la apariencia y la inmediatez: una invitación a preguntarnos, antes de que sea tarde, si estamos realmente viviendo o solo representando una vida ante los demás.
Iván Ilich vive para ser aprobado. Cada una de sus decisiones como su matrimonio, su trabajo, su modo de vestir, su casa, entre otros, responde a lo que la sociedad espera de un hombre “decente” y “correcto”. En la Rusia del siglo XIX, la figura del funcionario simbolizaba la estabilidad, el éxito y la respetabilidad. Tolstói, con su mirada crítica, retrata esa vida aparentemente ordenada y honorable, pero profundamente vacía. Iván Ilich se construye a sí mismo en función de los otros: su existencia depende de la mirada ajena. Como señala el propio narrador, “su vida fue más simple, más ordinaria y más terrible que la de la mayoría de los hombres” (Tolstói, 1886).
Más de un siglo después, esa necesidad de aprobación no ha desaparecido; se ha transformado. Hoy, las redes sociales actúan como un gran espejo de la superficialidad, donde las personas buscan visibilidad y reconocimiento a través de una identidad cuidadosamente editada. Los perfiles digitales, como antes los salones burgueses, son escenarios donde se representan la felicidad, el éxito y la plenitud, aunque detrás reine el vacío. Lo que Tolstói denuncia en Iván Ilich como una vida vivida “de cara al mundo y de espaldas a sí mismo” se replica en la cultura contemporánea de la hiperconexión, donde se confunde ser con parecer.

Byung-Chul Han (2012) describe este fenómeno como parte de la sociedad del cansancio, en la cual los individuos ya no son oprimidos por otros, sino por la autoexigencia constante de mostrarse productivos, felices y visibles. En este sentido, Iván Ilich es un precursor del sujeto moderno: disciplinado, competitivo, siempre buscando cumplir con lo que “debe ser”. En el fondo, su tragedia es la misma que la de los usuarios de las redes sociales, atrapados en un ciclo de autoexhibición que no conduce al autoconocimiento, sino a la alienación emocional.

Zygmunt Bauman (2003), en su concepto de modernidad líquida, explica que las relaciones contemporáneas se caracterizan por su fragilidad y su carácter transitorio. Tolstói anticipa esta precariedad cuando muestra que, al enfermar, Iván Ilich descubre que sus amigos y familiares no lo aman realmente, sino que solo desempeñaban los papeles sociales esperados. La enfermedad rompe la superficie, y con ella se derrumba la ilusión de pertenencia. De modo semejante, en la era digital, la conexión constante no garantiza el encuentro auténtico: las redes multiplican los contactos, pero disuelven el vínculo humano.
Tolstói, sin preverlo, desenmascaró la cultura de la apariencia que dominaría siglos después. La muerte de Iván Ilich revela que cuando la vida se vive para ser vista, se deja de vivir realmente. La tragedia de Iván es universal porque muestra el precio de la superficialidad: morir sin haber habitado el propio interior.
La enfermedad (tema aparte):
En La muerte de Iván Ilich, la enfermedad irrumpe como una grieta en el orden artificial de la vida burguesa. Desde el primer síntoma, Iván Ilich no solo siente dolor físico, sino una angustia que no puede nombrar. El malestar desestabiliza su mundo y, al mismo tiempo, lo confronta con su verdad más temida: ha vivido sin sentido. A medida que su cuerpo se deteriora, las personas que lo rodean, su esposa, sus hijos, sus colegas, incluso los médicos, se alejan emocionalmente. Tolstói describe esa distancia con precisión quirúrgica: todos actúan como si nada pasara, como si la muerte fuera una molestia que se pudiera ignorar.
Esa incapacidad de empatía, tan evidente en los personajes de Tolstói, refleja un fenómeno que se acentúa en la sociedad contemporánea. En la era digital, el dolor y la vulnerabilidad tienden a ocultarse bajo filtros y discursos de bienestar. Byung-Chul Han (2012) explica que vivimos en una “sociedad positiva”, donde la negatividad, el sufrimiento, la fragilidad, el silencio, se percibe como un error del sistema. Todo debe mostrarse feliz, productivo y comunicable. Iván Ilich experimenta el reverso de esa lógica: cuando su enfermedad le impide cumplir con su papel social, se vuelve invisible, incómodo, excluido del espectáculo de la normalidad.
Desde otra perspectiva, Michel Foucault (1963) en El nacimiento de la clínica, interpreta la enfermedad como un punto donde el poder y el saber se cruzan: el cuerpo enfermo se convierte en objeto de observación, en “caso” médico. En La muerte de Iván Ilich, los médicos representan ese poder despersonalizado. Iván, reducido a diagnóstico, deja de ser sujeto. En la actualidad, algo similar ocurre con la exposición de la intimidad en redes: el yo se fragmenta en datos, imágenes y métricas. El cuerpo (como en Tolstói) ya no pertenece al individuo, sino a la mirada de los otros.
En medio de la frialdad que rodea la enfermedad de Iván Ilich, Tolstói introduce a Guerásim, un joven campesino que se convierte en su único consuelo. Su presencia contrasta radicalmente con la hipocresía del entorno burgués: Guerásim no finge, no oculta, no teme a la muerte. Su gesto de sostener los pies del moribundo, aliviando su dolor, tiene una profundidad que trasciende la acción física: simboliza el retorno a una humanidad que la sociedad moderna había olvidado.

Tolstói presenta a Guerásim como una figura de autenticidad y compasión, atributos que en la vida de Iván se habían vuelto imposibles. Mientras su familia y colegas representan la artificialidad de la vida social, la cortesía vacía, el egoísmo disimulado, la prisa por mantener las apariencias, Guerásim encarna una forma de estar en el mundo basada en la sinceridad y el cuidado del otro. Es, en palabras de Hannah Arendt (1958), un ser que actúa desde la vita activa: no desde la productividad, sino desde la acción significativa, aquella que establece vínculos reales y humaniza la existencia.
En este sentido, Guerásim representa lo que Nel Noddings (1984) denomina ética del cuidado: una moralidad basada en la atención y la respuesta al otro, más que en el cumplimiento de normas abstractas. (presenté la ética del cuidado en mi tesis de maestría desde el punto de vista educativo).
Frente a la racionalidad instrumental de la sociedad burocrática, y por extensión, de nuestra sociedad digital, el cuidado se vuelve un acto de resistencia. Guerásim no busca recompensas ni reconocimiento; su gesto es gratuito, silencioso, profundamente humano. En él, Tolstói encuentra la posibilidad de redención para Iván Ilich, quien al final de su vida comprende, gracias a ese contacto sincero, lo que significa amar y ser amado sin condición.
Byung-Chul Han (2012) señala que en la era de la hipercomunicación digital hemos perdido la experiencia del otro como alteridad. El otro ya no nos interpela ni nos transforma; se convierte en una imagen, un dato, un comentario. En contraste, Guerásim devuelve la experiencia del encuentro directo: mira a Iván, lo escucha, lo toca. Su humanidad no está mediada por la prisa ni por la imagen; pertenece al tiempo lento de lo esencial. En una época donde el “contacto” se ha reducido al clic, Guerásim nos recuerda que la verdadera comunicación no se mide en frecuencia, sino en profundidad.
Tolstói convierte así a Guerásim en símbolo de la autenticidad perdida. No representa la pureza ingenua del campesino, sino la verdad de la existencia no alienada. Mientras Iván Ilich ha vivido atrapado en la apariencia, Guerásim habita la vida con naturalidad y aceptación. Su serenidad frente a la muerte no proviene de la ignorancia, sino de una sabiduría corporal y moral: la de quien entiende que el dolor y la finitud son parte del vivir. En él, Tolstói plantea una alternativa a la modernidad deshumanizada: una ética del cuidado como fundamento de lo humano.
Hoy, en medio de la inmediatez tecnológica y la exposición constante, la figura de Guerásim conserva una fuerza profundamente política y espiritual. Nos interpela sobre la necesidad de recuperar vínculos auténticos en una sociedad saturada de conexiones vacías. Como Iván Ilich, quizás solo en el reflejo de una mirada compasiva descubramos, antes del final, lo que significa realmente estar vivos.
Para terminar, amigos, La muerte de Iván Ilich no es solo el retrato de un hombre del siglo XIX enfrentado a su final, sino el espejo donde se refleja nuestra propia época: la de las vidas vividas hacia afuera, la de las existencias conectadas pero vacías, la de los cuerpos presentes y las almas ausentes. Tolstói escribió sobre un funcionario que medía su valor por el reconocimiento ajeno, sin saber que, más de un siglo después, millones de personas harían lo mismo frente a una pantalla.
Iván Ilich muere rodeado de gente, pero profundamente solo. Esa soledad, que en la Rusia zarista era fruto de la hipocresía social, hoy se reproduce en la hiperconexión digital: vivimos expuestos, visibles, pero incomunicados en lo esencial. La muerte, esa que Tolstói muestra como revelación, sigue siendo la única experiencia que nos obliga a mirar de frente la pregunta que evitamos entre notificaciones: ¿para qué vivimos?
Tolstói no solo nos habla de la muerte, sino de la posibilidad de vivir conscientemente antes de que sea demasiado tarde. Su advertencia atraviesa los siglos: quien vive pendiente de la mirada ajena, termina muriendo sin haberse visto a sí mismo. Quizás la lección más actual de La muerte de Iván Ilich sea precisamente esa: desconectarnos, aunque sea por un instante, del espectáculo de la inmediatez y reconectar con lo humano, con el dolor, la empatía, la ternura, la autenticidad, antes de que la vida pase ante nosotros como un flujo interminable de imágenes.
Porque, en el fondo, Tolstói no escribió sobre la muerte, sino sobre la urgencia de aprender a vivir.
