Hace tiempo escribí sobre la importancia de conservar las tradiciones como forma de fortalecer los lazos que nos unen con la tierra. La Vijanera de Silió, en Cantabria, es un claro ejemplo de ello. Los árboles, las cosechas o los pajares toman vida por los caminos que llegan a la aldea junto con animales salvajes como osos y zorros. Los zarramacos agitan sus enormes campanos, que llegan a pesar hasta cuarenta kilogramos repartidos por el cuerpo, mientras bailan ritmos ancestrales.
El ruido se aleja del titilar de los campanos sobre los cuellos del ganado cántabro. Un sonido profundo vuela sobre los visitantes y vecinos de Silió para introducirse en los más profundo de nuestro ser, de nuestra propia naturaleza. El mal se aleja con la oscuridad del invierno y da paso a la luz. Llega la época de la siembra, del verde, de los cantos de los pajarillos, de la vida en todo su esplendor.