Revista Opinión

La Virgen de los güevos muertos

Publicado el 27 junio 2019 por Carlosgu82

Definitivamente tuvo que convencerse de su mala suerte. Su fe oscilaba entre el destino, los designios divinos, los movimientos interplanetarios e interestelares y los valores inculcados durante la crianza; pero lo ocurrido esa noche no dejaba cabida a otra razón que a su pésima fortuna. Aunque ella propició aquel encuentro, el trauma de las dos incidencias anteriores no dejaba de atemorizarle cada paso dado hacia la inminente relación con Carlos. A veces decidida y audaz, otras veces temerosa y esquiva; así transcurrió un par de meses en el escenario de algunas salidas, hasta aquella fatídica noche…

Mientras la esperaba en el único café del pueblo, Carlos decidió fumarse uno de los cigarrillos a los que se prohibía, desde que salía con Claida. Una especie de valor y decisión emergía de su sangre negra, heredada por sudores sostenidos a lo largo del tiempo. En cada bocanada absorbía el sabor y el olor de aquellos labios que se resistían a un posible encuentro. En las miradas perdidas encontramos nuestros deseos. Esa noche Carlos miraba perdidamente, más allá de las cuatro paredes del café. Sorpresivamente Claida apareció con telas rojizas y escotadas. Sabían que pasaría algo, se presentía en el ambiente, como cuando se huele la pólvora y la sangre antes de los disparos.

La conversación dio vueltas a recuerdos infantiles, cruzó por los anhelos de la adolescencia, se detuvo momentáneamente en los fracasos de metas profesionales, hasta que de forma repentina, entró de súbito en la alcoba que todos llevamos dentro. ¿Quién y en cuál alcoba se entró? Es difícil de aclarar, pues no muy bien abría Carlos su puerta cuando se paseaba por los muros más fortificados de esa tentativa amante. No es tanto el trecho que hay de la palabra al hecho, los poetas bien lo saben. Entraron al único sitio de citas del pueblo, donde comúnmente los varones de las sociedades latinoamericanas se inician en asuntos sexuales: tres palos de ron y una prostituta. Lo común es que luego de adquirir los aprendizajes básicos amatorios, se debe buscar una novia de buena familia a la que se le sembrarán bojotes de hijos y con la que nunca se gozará sexualmente de verdad; eso está reservado a las amantes de oficio. En el caso de Carlos, su cultura putañeril se acrecentó tanto que perdió apetencia por las mozas del pueblo, hasta desarrollar una terrible fobia a la virginidad femenina… ¿Podríamos decirle… himefobia? Carlos buscó a Claida por los insistentes rumores de sus salidas con el profesor de matemáticas del único liceo del pueblo. Con semejante amorío encima era imposible que la muchacha conservara ni rastros de himen ereptus entre sus piernas. Además, Carlos había aprendido de una de sus prostitutas favoritas que el varón debe siempre evaluar con cuántos hombres se acuesta cada vez que lleva una mujer a la cama. El profesor de matemáticas tenía historias fascinantes, pues su fama de desbaratador de hímenes era única en todo el pueblo; así que una cosa llevó a otra y Carlos terminó seduciendo a Claida más por buscar secretos masculinos que por los atractivos de la muchacha.

Soy virgen… pasó de ser confesión a enunciado que taladraba las corrientes encefálicas de Carlos. La aceleración del corazón y la pulsación sanguínea ya no encontraban en la libido su causa. Ahora su ritmo obedecía al miedo que viajaba en su torrente sanguíneo. Claida tocaba sensiblemente la espalda de Carlos, como dando abrazos inacabados. Gemía tenuemente a cada beso del amante, dado más por inercia que por placer. Levemente buscó el broche de los pantalones, abriéndolos con más miedo que el permitido para una joven a punto de iniciarse en asuntos de sexualidad.

Claida temía encontrar entre las piernas de Carlos hallazgos reiterados en sus experiencias íntimas anteriores. Así que desistió de desabotonar el pantalón y prefirió  explorar la piel del joven con sus labios. Él cerraba los ojos, pareciendo disfrutar cada caricia. Luego de algunos zigzageantes besos en aquella tensa y oscura dermis, sintió por primera vez las manos de Carlos que rozaban su nuca. Claida atribuyó el frío de ellas al miedo de una primera vez para él también. Le encantó la idea, la cual finalmente la alentó para abrir el broche del pantalón del chico. Hurgó con sus manos hacia el interior y extrajo un enorme y negro falo que se resistía a alzar vuelo. Claida no podía creer que una vez más se repetía la escena de sus otros transitorios e impotentes amantes. Carlos buscó con sus manos algún mecanismo aprendido anteriormente para provocar erección, pero la angustia lo alejaba aún más de su propósito; pasaron a juegos de risas, palmadas y roces pero… aquel animal no rugía.  Fue inevitable los recuerdos. ¿Por qué  los recuerdos aparecen sin control alguno, hiriendo el estado de ánimo y la salud mental de sus dueños? La respuesta quizá nunca se halle, pero lo que se puede asegurar es que los recuerdos están allí y su presencia es a veces tan fuerte y verídica que supera muchos otros aspectos y situaciones de la llamada realidad.

Claida no evitó recordar, mientras aquél recogía su gallo muerto y daba la espalda a la amante insatisfecha. Ella recordó cada segundo con el profesor de matemáticas. Hombre bastante maduro, de facciones y musculatura fuerte a pesar de su piel blanca, barba larga… más de perezoso que de galán y una mirada que definitivamente acorraló la inocencia y precocidad de Claida. Fue un viernes cuando sus pensamientos se independizaron de ella, escapando de los límites de su control. La muchacha, estudiante del segundo año de diversificado para ese entonces, olvidó un libro en su mesa de estudio. Al regresar detalló el rostro pensativo y cabizbajo del profesor. Detalló su tez y la delgadez de sus manos, sobre las cuales reposaba su cabeza cansada de tantos números. Conversaron. ¿Qué pueden conversar una joven colegiala y un maduro profesor; peor aún, cuando éste es de matemáticas? Ella preguntó por su salud, al ver aquella cara nostálgica. Él comenzó a hablar, como si le hubieran dado cuerda, con un tono filosófico y profundo. Habló de física, de la velocidad que puede desarrollar un ave que parte de un punto X y llega a un punto Y. Claida nunca entendió el razonamiento pero de que el pájaro se grabó en su mente es una verdad irrefutable. En su casa se habían acostumbrado a referirse al miembro viril con ese sustantivo: pájaro. No entendía qué parecido podría haber entre un pájaro (el ave) con el otro pájaro. Nunca había visto un falo de adulto, su única representación era los inofensivos miembros de los niños. Así que, para satisfacer su curiosidad, decidió creer que los varones al crecer adquirían un miembro viril con alas y con capacidad para cantar.

Es por ello que desde ese día Claida no pudo dejar de pensar en el profesor Miguel desde sus concepciones del pájaro. Se quedaba todas las tardes para hacerle preguntas de matemáticas, cuyas respuestas muy poco le interesaba. Mientras Miguel hablaba, ella sólo miraba con atención los ojos y la musculatura de aquel hombre. Empezó a ver al hombre, más allá del profesor. Finalmente, una tarde salieron de la escuela a una heladería, la única del pueblo también. En el camino era fácil divisar algunos pájaros que se recogían con la caída de la tarde. Ella recordó aquella inicial conversación y aludió de inmediato el tema. Dijo que en su casa “pájaro” era sinónimo de miembro viril, y habló de las alusiones que aquella inicial conversación desencadenó. Entonces Miguel entendió por primera vez la fuerte atracción que ejercía sobre la joven.

La invitación a la heladería se transformó después en una invitación a cenar, la cual originó invitaciones indefinidas al único cine del pueblo, a la fiesta de amigos comunes, al matrimonio de otros, en fin, se crearon los vínculos de dependencia necesarios para entablar una relación de pareja. Ésta debía permanecer oculta hasta que la muchacha emigrara del aula. Sin embargo, los besos y abrazos son impulsos humanos que aunque se disimulan no se evitan. El primer beso fue en el jardín del profesor Miguel, y ese mismo lugar se consagró como el santuario de una relación apasionada y furtiva que terminó estrellándose contra aquel hombre, cuya fortaleza no pudo disimular su precaria potencia sexual. Fue una noche tibia de mayo; ya el pueblo comentaba las visitas frecuentes de Claida a la casa del profesor de matemáticas. Por ello la prohibición y por ello también, la chica se valió de sus malas calificaciones en el segundo lapso para justificar la solicitud de un profesor de matemáticas en casa. Los padres no tuvieron excusas para oponerse. Transcurrida varias clases privadas estrictamente vigiladas, el maestro y su discípula ganaron la confianza para quedar solos, como en efecto ocurrió esa tibia noche.

Claida no quería escuchar nada de matemáticas. En cambio el profesor Miguel hablaba de operaciones complejísimas; sumas, restas, eliminación de paréntesis, multiplicaciones fueron convirtiéndose lentamente en ecos perdidos de una mente que sólo proyectaba imágenes eróticas y reiterados recuerdos de abrazos pasados. Claida logró erizar su piel; el profesor comprendió el mensaje. La noche aumentó de temperatura hasta tornar los cuerpos más pesados; Claida se expandía, sus ropas apretaban y marcaban la limpia piel, la acariciada y mordida piel que sentía esa noche la inevitable marca del primer amante, el sello inolvidable de la primera invasión que desgarraría lentamente su ingenuidad y virginidad. Estaba dispuesta a darlo todo, aunque el miedo la acechaba; el matrimonio venía a su mente no como una meta sino como un remordimiento prematuro. La joven lograba visualizar por momentos el infierno, donde seguramente se asaría, como lo hacía ahora mismo en la cama de sus padres. Las piruetas y caricias desconocidas hasta ese momento mostraban a un hombre nuevo… diferente. Claida no supo con precisión cuándo Miguel la desnudó. Ella, al verse descubierta en su más recóndita intimidad, buscó la mayor cantidad de piel masculina que sus manos podían hallar. Buscó hasta encontrar broches y botones que fueron liberados de sus ataduras, impuestas por sociedades hostiles a la franca desnudez de cuerpos humanos. Finalmente… un cuerpo de varón adulto frente a Claida. Corroboró la inexistencia de alas en un enorme pene, cuya débil erección reclamaba más caricias. Ella no comprendió que el profesor aún no estaba listo, abrió piernas, reclamó invasiones, susurró retos en el oído de aquél. Éste forzó la situación y fracasó en el intento. Claida buscaba en miradas perdidas las sensaciones que nunca llegaban. ¿Qué pasa?, se atrevió a preguntar. De súbito él se sentó en una orilla de la cama, repitiéndose insistentemente “concentración”… “concentración”… “concentración”…  “concentración”… hasta el infinito, olvidando que las noches cálidas también son víctimas de la entropía y que hay brisas impetuosas que entran por cualquier rendija y enfrían los cuerpos, las almas y los huesos.

Ella comprendió la primera vez, la segunda y así sucesivamente hasta la llegada de una ocasión que fue inevitable las quejas y las culpas. Olvidaron cubrir las rendijas y la brisa siguió colándose, la temperatura bajando y los cuerpos helándose. Se despidieron calladamente una noche de noviembre, él susurró un pacto de silencio, de no descifrar secretos; no hizo falta que ella explicitara su promesa, bastaba con aquella ausencia de palabras y aquella virginidad que pesaba aún más en su cuerpo para comprender que el verbo no estaba invitado a participar de esos recuerdos.

Claida pasó mucho tiempo convenciéndose de su responsabilidad en los fracasos eréctiles de aquel pene. Consideró su fealdad, concentrada en su nariz aguileña; en su piel excesivamente blanca, incapaz de provocar un mal pensamiento; en sus dientes separados y en sus pies excesivamente largos, como los de un varón. Pero al mirarse en el espejo notaba que sus virtudes físicas superaban los defectos. Tenía  cabello largo, negro y brillante, que resaltaba en su piel blanca. Sus piernas eran gruesas y su cintura bastante estrecha, haciendo parecer más ancha las caderas, nada mal para una joven virgen. Así que buscó otras excusas para seguirse responsabilizando. Su inexperiencia sexual fue el mejor hallazgo. Como este mal era corregible se hizo lectora de textos literarios y místicos, cuyo tema central era el erotismo. Quería alcanzar la desinhibición a través de las letras. Leyó al marqués de Sade y El Kamasutra hasta la intoxicación intelectual. Encontró en Miller el rubor más acentuado, que ni siquiera la soledad de su habitación pudo aminorar. Así fue transcurriendo años de estudios universitarios, en una gran ciudad lejos del pueblo, debidamente alternados con su adiestramiento erótico. Manuel, el chico de la librería universitaria y el encargado de iniciarla en esas lecturas, fue acercándose a ella hasta culminar en un café conversaciones iniciadas en el recinto universitario.

Manuel, delgado y trigueño, era más lector de literatura que otra cosa y su papel en la vida de Claida fue determinante, ya que representa un paréntesis entre Miguel y Carlos; es decir, entre la primera vez y el fracaso rotundo. Conversaron largamente mientras el café era sustituido por cervezas bien frías. Manuel hablaba un discurso de tanteos, cuyas palabras zigzagueban entre temas públicos e íntimos. Tocaron el tema de las fortificaciones, los castillos y las fuertes puertas que los protegían. Él aprovecho para demostrar sus lecturas al respecto. Hablaron de castillos europeos célebres, ambos coincidieron en seleccionar Chenonceau como su favorito, y Manuel mencionó las extrañas inscripciones o tallados que aparecían en las puertas principales de muchos de esos sitios. Claida desconocía esa información, pidió detalles. Él explicó que dependiendo de la época de construcción de los castillos y de la creencia de sus dueños se realizaban tallados o inscripciones que aludían los valores de la gente que allí habitaba. Era una costumbre, una carta de presentación de los señores del recinto, dijo Manuel. ¿Cuál es la inscripción de tu puerta?, preguntó él. Entre pequeñas e interrumpidas risas contestó Claida: no tengo castillo.

– Hay castillos interiores, ¿o crees que hace falta un conjunto de piedras forzosamente pegadas para poseer uno? A diario, con nuestras experiencias vamos construyendo castillos cada vez más complejos e intrincados, como Chambord, un castillo que nunca pudo ser habitado totalmente debido al inmenso frío que se colaba por las piedras con las que fue construido, y todo eso a pesar de las 286 chimeneas que nunca fueron encendidas simultáneamente.

– ¿Para qué construir tantas chimeneas si nunca iban a ser encendidas total y simultáneamente? Tal vez así ese sitio se hubiera hecho habitable.

– Son las cosas absurdas que se hacen cuando se construyen castillos; ¿puedes ahora calcular cuando éstos son imaginarios?

– ¿Cómo es tu castillo interior?

– Error…! me estás pidiendo que te abra la puerta de mi castillo cuando aún no me dejas que te lo presente. Pregúntame por lo menos si deseo abrirte esa puerta.

Entre risa nerviosa, “¿Qué tiene inscrito la puerta de tu castillo imaginario?”, Manuel la miró mientras su cuerpo se inclinaba a ella, diciendo: Entra… Un largo beso terminó por darle a la escena un carácter plenamente literario.

Continuará…


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