Revista Cultura y Ocio

La visión del edén

Publicado el 11 mayo 2022 por Frank Paya @payafrank
LA VISIÓN DEL EDÉN

Howard Fast

1

Estaban en órbita; el viaje había terminado. Cruzaron el vacío, salvaron todos los abismos del tiempo y de la imaginación, sondearon lo insondable, y pasaron por los siete círculos del infierno. Estaban cuerdos, aunque conocieron las simas de la aflicción y las tentaciones del suicidio; y estaban vivos, aunque enfrentaron las distintas muertes que aguardan en el espacio sin límites.

Experimentaron un miedo y un terror indescriptibles y ahora podían hablar de ese miedo y de ese terror. Eran siete, tres mujeres y cuatro hombres, y vivieron cinco años encerrados dentro de aquella nave estelar. Estaban a muchos años luz de la Tierra; la nave había atravesado las extrañas curvas del espacio, alterando y deformando los cálculos y la geometría conocidos por el hombre, llegando hasta el otro borde del espacio. Y ahora permanecían en una órbita silenciosa y ondulante, sobre un planeta tan azul, tan verde y tan hermoso como el que dejaron atrás.

2

-Descenderemos -dijo Briggs, el piloto-. Todos a sus puestos. Fueron a sus puestos y la nave descendió desde el espacio por su trayectoria electromagnética hasta que los tensores antigravitatorios flotaron a treinta centímetros sobre la superficie del planeta. En seguida, los tripulantes abrieron las cámaras de aire y salieron.

El aire era tan dulce como la miel, la temperatura cálida y agradable. Descendieron sobre una ancha pradera, con un verde césped de unos dos centímetros y medio de altura, que parecía cuidadosamente recortado. Un arroyo cruzaba la pradera, zigzagueando perezosamente, y a lo largo de sus orillas se disponían un millón de flores rojas, azules y amarillas. Las abejas zumbaban y en el aire flotaba la fragancia de las flores, y en varias partes crecían árboles cargados con frutos dorados o azules. Aguas abajo, a un kilómetro, se alzaba un puente afiligranado.

Al principio se contentaron con mirar y respirar. Luego, algunos se sentaron en el césped. Todos lloraron un poco; aquella belleza y aquella paz eran casi insoportables. Lloraron y se sintieron un poco mejor. Nadie dijo algo y nadie quería hablar. Transcurrió una media hora y al fin Briggs dijo:

-No podemos quedarnos aquí.

-¿Por qué no? -preguntó Laura Shawn, la bióloga.

Como Briggs, todos pensaban que ese mundo era un sueño o una ilusión, o que estaban muertos. Pensaban que ese mundo era como una burbuja que pronto estallaría. Briggs ordenó:

-Gluckman y Philips, suban a la nave y sígannos.

Los otros cinco comenzaron a caminar, seguidos por la nave espacial que flotaba sobre una red magnética. Se dirigieron hacia el puente afiligranado de encaje de cristal, y cruzaron el río. Una senda de luz danzante y color llevaba hacia una colina. Del otro lado había un jardín, y en el centro del jardín se ubicaba un edificio, un castillo de sueño o de país de hadas, parecido a risas de niños. Pero si el edificio se parecía a risas de niños, el jardín era como los sueños de los niños de las ciudades, cuando sueñan con jardines. Mientras Briggs llevaba a los tripulantes por un sendero sinuoso, el jardín parecía abrirse en innumerables brazos de encantamiento y maravilla. Era un jardín de fuentes; de una brotaba agua dorada, de otra agua roja, de una tercera agua verde, de una cuarta un arco iris de colores; y había centenares de fuentes, adornadas con niños que bailaban y reían, tallados en piedras del color de las aguas. Era un jardín de escondrijos y rincones de secreta delicia, con bancos hermosos y cómodos. Era un jardín de setos verdes, amarillos y azules, de macizos de flores y maravillosos pájaros, y era un jardín de surtidores.

La segundo piloto, Gene Ling, se inclinó para beber de un surtidor.

-Es agua -dijo-, agua límpida y fría.

Bebieron todos. Ya no se cuidaban. Sin duda, las defensas se derrumbaban con demasiada rapidez. Gluckman detuvo la nave estelar y los siete tripulantes entraron en la casa. En seguida se escuchó música y todos se pararon, nerviosos.

-Es automática -insinuó McCaffery-. Una célula fotoeléctrica, quizás. La música se manifestó como un río sonoro y vibrante de bienvenida y seguridad, de encantamiento y de inocencia. Recorrieron el edificio acompañados por ella. Entraron en una vasta sala de espectáculos con una pantalla plateada en un extremo. Atravesaron corredores desiertos, y en las paredes observaron unas pinturas con niños que jugaban. Encontraron habitaciones con divanes y la música los invitó entonces al sueño; y reconocieron comedores, salas de juego y aulas. Allí todo siempre parecía como debía ser, y los recuerdos terrestres se volvían toscos y absurdos.

Salieron del edificio y volvieron a la nave estelar.

3

Con las miras abiertas, la nave espacial recorrió la superficie del planeta a treinta metros de altura. Vieron jardines tan hermosos como el primero, y todavía más hermosos. Vieron bosques de árboles viejos y magníficos, y sendas de color entre los árboles. Vieron grandes anfiteatros para cien mil personas y otros más pequeños. Vieron edificios de vidrio y alabastro, de piedra rosada y de piedra violeta, de cristal verde. Vieron grupos de edificios parecidos a la Acrópolis de la antigua Atenas; pero era como si los atenienses hubiesen trabajado mil años más en busca de una belleza última. Vieron lagos con barcas amarradas a los muelles, barcas pequeñas para excursiones de recreo. Vieron pabellones, campos de juego, glorietas, enramadas…

Pero en ninguna parte vieron un hombre, una mujer o un niño vivientes.

4

Por la noche, después de cenar, se reunieron y conversaron. Fue una conversación que se arrastró en dudas y especulaciones. Habían viajado demasiado; el espacio los había envuelto y aunque la nave estaba ahora a trescientos metros de altura, sobre un planeta tan grande como la Tierra, compartían la impresión de haber cruzado las fronteras de la nada.

-Supongamos -dijo Carrington- que han tomado forma nuestros sueños.

-Todos los recuerdos y deseos de nuestra infancia -dijo Frances Rhodes.

-Han tomado la forma -repitió Carrington-. ¿Quién sabe qué es o qué hace la fábrica del espacio?

-Hace cosas raras -dijo Gene Ling.

-¿Qué es el pensamiento? -insistió Carrington-. Un planeta así es un país de hadas, está hecho de la materia de los sueños, de todos los sueños que trajimos desde la Tierra; de todos los anhelos y deseos… es una creación del pensamiento.

-¿Quién dijo: «haremos de la Tierra un jardín»?

-Yo no lo creo -declaró Briggs, quizás con demasiada aspereza, pues advertía que estaba aceptando las absurdas teorías de los demás-. ¡No lo creo en absoluto! La imaginación no crea planetas.

-¿Cómo lo sabe usted? -preguntó Laura Shawn soñadoramente.

-¿Cómo lo sé? Lo sé. Conozco la realidad y la substancia de la materia, y son dos mundos diferentes.

-¿Y si nos hubiésemos salido de una curva del espacio pasando del mañana al ayer, eso sería real? -preguntó Gene Ling.

-Este planeta es real -insistió Briggs.

-¿Sin habitantes? ¿Ni ciudades? ¿Ni industrias? Los palacios no nacen del aire. ¿O cree usted que sí, Briggs? ¿Dónde están las industrias?

-¿Quién cultiva la tierra? -preguntó Carrington, el agrónomo-. ¿Quién cuida un millón de macizos de flores? ¿Quién abona el terreno? ¿Quién planta? ¿Quién poda los setos?

-¿Y quién pinta esos murales con niños terrestres? ¿Quién talla esas estatuas de niños?

-¿Por qué han de ser niños terrestres? -preguntó Briggs lenta y tenazmente-. ¿Por qué ha de ser el hombre una rareza de la Tierra, un accidente en un planeta, entre millones de planetas? ¿ Es el Sol un accidente?

-Yo juraría -dijo Carrington- que esos macizos de flores fueron atendidos ayer. ¿Dónde está esa gente?

-Si es que existe…

-Bueno, basta -interrumpió Briggs-. Sólo hemos visto un rincón de este mundo. Mañana veremos más. Ocho horas de sueño no nos vendrán nada de mal, y quizás disipen esas telarañas metafísicas.

Llegó el día siguiente, y la nave espacial recorrió el planeta a trescientos metros de altura. Los tripulantes miraron y vieron jardines, lagos, dorados y sinuosos ríos, palacios y todos los lugares hermosos que el hombre imaginó alguna vez, y otros que nunca llegó a imaginar. Los observaron hasta que no soportaron más aquella resplandeciente abundancia. Al fin el sol se puso. Pero no vieron ser viviente alguno. Era un mundo desierto.

Esa noche volvieron a conversar, y la conversación los llevó al borde de la locura. Briggs les ordenó callarse y los envió a dormir; él sabía que se encontraba también muy cerca del límite.

5

El tercer día, la nave espacial se posó al borde de un lago rodeado con casas de recreo y lugares de ensueño. No se les ocurrieron nuevos nombres para aquellos edificios. Phillips y Gluckman permanecieron en la nave; Briggs llevó a los otros hasta un muelle que parecía de alabastro, y todos abordaron una barca amarrada en dicho sitio. Mientras se sentaban, la barca se animó con la extraña y encantada música del planeta, una música que disipó temores y preocupaciones. Briggs vio que los demás sonreían.

-Podríamos quedarnos aquí -dijo Laura Shawn perezosamente. Briggs comprendía lo que ella quiso decir. Después de cinco años a bordo de la nave estelar, todos conocían los secretos de todos. Laura Shawn era fruto de la pobreza, la desdicha, y finalmente el divorcio. Sus triunfos científicos dejaron atrás una serie de derrotas sentimentales. Nunca fue feliz hasta entonces, y Briggs se preguntaba si alguno de ellos lo fue alguna vez. Pero eran felices ahora, y él también, aunque hubiese querido conservar su escepticismo y su desconfianza. La desconfianza no era posible en aquel lugar.

Briggs se sentó al timón y movió una palanca. La barca no tenía hélice; se deslizó sobre el agua como si se moviera a sí misma, pero eso no los asombró, pues la nave del espacio era llevada por las olas y corrientes de magnetismo y de fuerza del Universo. Briggs pensó que lo mismo sucedía con todos los misterios y maravillas que enfrentó alguna vez el hombre. Eran milagros sin explicación hasta que se descubría la causa, sencilla y evidente. El hombre se reía entonces de su temor y superstición anteriores. ¿Era aquel planeta más maravilloso o enigmático que la trama de fuerza que sostenía y ordenaba el Universo?

Briggs llevó la embarcación a través del lago, y luego a lo largo de la costa, y los edificios, uno tras otro, los saludaron con una música distinta. Finalmente, la barca entró en un canal bordeado de árboles floridos, llegando a otro lago de aguas claras con un fondo de rocas doradas, rojas y purpúreas, y peces dorados y plateados. Luego entraron a un río zigzagueante, de aguas serenas, y cuando llevaban unos dos kilómetros por ese río, vieron al hombre.

Estaba de pie en un desembarcadero de piedra rosada y traslúcida, en medio de un círculo de bancos tallados, y los saludó casi con indiferencia.

-¿Será también una creación del pensamiento? -preguntó Briggs cáusticamente mientras acercaba la barca hasta el muelle.

Llegaron al embarcadero y el hombre los ayudó a salir de la barca. Era un hombre alto y fornido, sonriente, de cabellos castaños, peinados como los pajes de otro tiempo en la Tierra. Aparentaba una edad madura pero indeterminada, y vestía una túnica azul liviana ceñida a la cintura.

-Acompáñenme por favor, y pónganse cómodos -dijo con voz afectuosa y sonora y en un inglés impecable-. Lamento estos tres días de perplejidad que ustedes pasaron, pero yo tuve algo que hacer. Siéntense; podemos descansar un momento y hablar sobre algunos problemas que tenemos en común.

Los cinco terrestres se quedaron sin habla. Finalmente, Briggs pudo decir:

-¡Bueno! ¿Qué diablos es esto?

6

-Llámenme Smith -dijo el hombre-. No tengo nombre en realidad, pero Smith les facilitará las cosas. No, no están soñando. Soy real. Ustedes son reales. Este sitio es real. Créanme, no existe motivo para temer. Y hagan el favor de sentarse.

Se sentaron en los bancos traslúcidos, y el hombre respondió a lo que ellos pensaban.

-No, no soy un hombre de la Tierra, sólo soy un hombre.

-Entonces usted lee el pensamiento -dijo Frances Rhodes en voz baja.

-Leo el pensamiento, sí. Por esa razón, entre otras, hablo con tanta facilidad el idioma de ustedes.

-¿Y las otras razones? -pensó McCaffery.

-Hemos escuchado sus señales de radio durante muchos, muchísimos años. Yo estudio inglés.

-Y este planeta… -murmuró Briggs-. ¿Vive usted solo aquí?

-Nadie vive aquí -dijo Smith sonriendo-, excepto los custodios. Y cuando supimos que ustedes iban a descender, durante un tiempo les pedimos que se fueran.

-¡En el nombre de Dios! -exclamó Carrington-. ¿Qué lugar es este?

-Solamente lo que aparenta -Smith sonrió y sacudió la cabeza-. No hay misterio alguno. ¿ Qué parece ser?

-Un jardín -contestó Laura Shawn-. El jardín de todos mis sueños.

-Entonces sueña usted bien, señorita Shawn. En su planeta ustedes tienen lugares como éste, parques, campos de deportes. Esto es un parque, un campo de recreo para niños. Por eso nadie vive aquí. Es un lugar para que los niños jueguen y aprendan un poco acerca de la vida y la belleza… En nuestra cultura, la belleza no está separada de la vida.

-¿Qué niños?

-Los niños de la Galaxia -Smith sonrió y movió una mano hacia el firmamento-. Existen muchos niños, y muchos campos de recreo y parques similares. Nadie está aquí hoy; mañana habrá cinco millones de niños, pues vienen y se van, como en los parques de ustedes.

-Nuestros parques -pensó Briggs amargamente.

-No, no me burlo, piloto Briggs. Trato de responder a sus preguntas y a sus pensamientos, y de relacionar todo esto con lo que ustedes conocen y comprenden.

-¿Quiere usted decirnos que la Galaxia está habitada por… hombres?

-¿Por qué no? ¿ Pueden creer de veras que el hombre sea un accidente? En todo lugar donde hay vida, con el tiempo aparece el hombre. Y ahora vive en más de medio millón de planetas, y eso sólo en nuestra Galaxia. Y crea lugares como éste para los niños.

-¿Y quién es usted? -preguntó Carrington-. ¿Y por qué está aquí, solo?

-¿Qué seré yo para ustedes? -se preguntó Smith-. Yo podría ser un administrador. Y me enviaron aquí para que los reciba y hable con ustedes. Durante mucho tiempo los hemos observado. Sí, observamos la Tierra desde hace mucho tiempo.

-¿Para que hable con nosotros? -preguntó Frances Rhodes en voz baja.

-Sí.

-¿Respecto a qué? -preguntó a su vez Briggs.

-Acerca de la enfermedad de ustedes -contestó Smith con tristeza.

7

Transcurrió una hora. Estaban sentados en silencio, mirándose, y finalmente Briggs dijo:

-Por favor no nos compadezca. No pedimos compasión, ni de usted ni de ninguno de sus superhombres.

-No es compasión -replicó Smith-. Nosotros no sentimos compasión. Pena es una palabra más exacta.

-Evítenos también eso -dijo Gene Ling.

Carrington se resistía a que la ira o la impaciencia perturbasen sus razonamientos. Deseaba demostrarle a Smith que podía razonar desapasionadamente, y dijo con calma y firmeza:

-Usted, Smith, nos pide que confesemos nuestra locura, y pide mucho. Usted indicó, muy correctamente en mi opinión, que éramos ególatras y anticientíficos. Creíamos que la naturaleza limitaba al hombre a un obscuro rincón, un planeta en el borde de la Galaxia. Y yo le digo: es igualmente anticientífico pretender que entre todas las razas humanas de todos los planetas, sólo los habitantes de la Tierra son mentalmente enfermos, sentimentalmente inestables, sí, dementes, aunque ésta fue la única palabra que usted tuvo la amabilidad de no utilizar.

-Carrington, es inútil -dijo Briggs acremente-. Smith lee el pensamiento.

-Lo que no cambia mis razones -dijo Carrington dirigiéndose a Smith-. Usted menciona nuestras guerras, nuestras matanzas en gran escala, nuestras armas atómicas, nuestra crónica de asesinatos y destrucciones. Pero esos son los errores particulares y despilfarradores de nuestra evolución.

-Son peculiares de su evolución -dijo Smith de mala gana-. Me desagrada repetir que ninguna otra raza humana en todo el Universo tiene como principal ocupación el homicidio. Sin embargo, así es. Sólo en la Tierra…

-Pero no todos somos asesinos -protestó Frances Rhodes-. Yo practico la medicina. Si usted conoce tan bien la Tierra, conocerá la historia de la medicina…

-Practica la medicina y lleva un arma de fuego -dijo Smith, encogiéndose de hombros.

-Únicamente para protegerme.

-¿Para protegerse? ¿Contra quién, señorita Rhodes?

-Nosotros no sabíamos…

-Lo siento -suspiró Smith-. Lo siento.

-Ya dije que era inútil -intervino Briggs-. Lee el pensamiento.

-Lo sabe. ¡Que Dios nos ayude, lo sabe!

-Sí, lo sé -convino Smith.

-Entonces, debe usted saber que nosotros no somos asesinos -insistió Carrington, con la voz todavía tranquila-. Somos hombres de ciencia, personas civilizadas. Dice usted que somos supersticiosos, mentirosos, aficionados a lo monstruoso y lo obsceno. Habla usted de quinientos millones de seres terrestres que profesan el cristianismo, pero que no lo practican. Habla de los millones de personas que hemos matado en nombre de la libertad, de la fraternidad y de Dios. Habla de nuestra codicia, nuestra mezquindad, del modo como hemos pervertido el amor, el sexo y la belleza. ¿No comprende que somos seres conscientes, que los mejores y más valientes de nosotros han luchado contra eso durante siglos?

-Lo comprendo -contestó Smith.

-Lee el pensamiento -repitió Briggs tercamente.

-Somos hombres de ciencia -continuó Carrington-. Construimos la nave estelar que nos trajo hasta aquí. Vivimos encerrados durante interminables cinco años, para conquistar las fronteras del espacio. Y ahora, cuando descubrimos un Universo de hombres, de hombres extraordinariamente capaces y admirables, usted nos dice que esto no es para nosotros, que hemos de vivir y morir en nuestro propio mundo.

-Sí, me temo que así será.

-Todo menos compasión -dijo Laura Shawn.

Smith se puso de pie, abrió la túnica, dejó que se deslizara del cuerpo al suelo, y quedó desnudo ante ellos. Por instinto, las mujeres apartaron los ojos. Los hombres mostraron una incredulidad escandalizada. Smith recogió la túnica y se la puso.

-Ya ven ustedes -dijo.

Los cinco terrestres quedaron mirándolo, comprendiendo quizás por vez primera.

-En todo el Universo -dijo Smith- sólo existe una raza de hombres que se avergüenza de su propio cuerpo, y lo desprecia. Todos los demás andan desnudos, con orgullo y sin avergonzarse. Sólo la Tierra hizo de la imagen del hombre una ignominia. ¿Qué más puedo decir?

-¿Se proponen ustedes destruirnos? -preguntó Briggs.

Smith lo miró con tristeza.

-Nosotros no destruimos, Briggs, no matamos.

-¿Entonces?

-Ustedes poseen algo que nosotros no tenemos -dijo Smith lenta y amablemente-. Nosotros no la necesitamos, pero ustedes tuvieron que inventarla pues, de otro modo, la enfermedad hubiese acabado con ustedes.

-La consciencia -murmuró Gene Ling.

-Sí, la consciencia. Ella los ayudará. Vuelvan a su nave espacial y regresen hasta la Tierra. Y luego decidan olvidar. Cuando lo hayan decidido, nosotros los ayudaremos.

-Si decidimos olvidar -dijo Briggs.

-Si deciden olvidar -convino Smith.

-Denos alguna esperanza -suplicó Laura Shawn-. No nos despida así, por favor. Somos los primeros viajeros…

-No son los primeros -replicó Smith, con una tristeza casi insoportable en su voz-. Han llegado otros desde la Tierra, pero se destruyeron mutuamente, destruyendo también lo que aprendieron. No son ustedes los primeros, ni serán los últimos.

-¿Podemos esperar? -preguntó Laura Shawn.

-Todos los hombres esperan -dijo Smith-. Más que eso… no sé.

8

La nave espacial circundó el hermoso planeta, y los siete tripulantes se reunieron en la sala de oficiales. Gluckman y Phillips fueron informados, y ahora todos discutían interminablemente el asunto. Sólo Briggs callaba, pero finalmente preguntó:

-¿Por qué no podemos recordar que Smith lee el pensamiento? Smith sabía.

-Yo soy egoísta -murmuró Laura Shawn entre lágrimas-. Es más fácil renunciar a un futuro mejor para la humanidad que a mis propios recuerdos.

-¿Recuerdos de tres días de infancia?

-¡Que se vaya al diablo! ¡Que se vaya al diablo esa maldita utopía! ¡Que se vayan al diablo las estrellas! ¡Crearemos una atmósfera en Marte y le sacaremos el gas tóxico a Venus! ¡Que se vayan al diablo Smith y sus jardines! ¡Tenemos mucho por hacer! ¡En rumbo hacia la Tierra, McCaffery, y los demás a la cama! ¡Mañana será otro día!

Más que cualesquiera de los otros, Briggs sabía cuanta razón tenía Smith y, durante horas, humedeció la almohada con sus lágrimas antes de dormirse. Por la mañana se sintió mejor. La nave espacial ya había recorrido cien millones de kilómetros, en dirección a la Tierra, y Briggs se sentía más animado.

Como los otros, sólo recordaba un desierto de soles ardientes y ningún otro planeta, en toda la Galaxia, que los del Sistema Solar. Como los otros, también sabía que regresaba a un lugar extraño y de una inestimable singularidad: la Tierra, única morada del hombre.

FIN

The Sight of Eden © 1960. Traducción de ? en ?.

Edición Electrónica de Arácnido

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