Revista Cultura y Ocio

La visita

Por Zogoibi @pabloacalvino
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En mi sueño, observaba a un niño que, sentado sobre una banqueta a la mesa de una cocina, asentía silencioso y obediente a cada advertencia de su madre, que tal vez lo reprendía o simplemente lo instruía. Era un niño guapo, de grandes ojos oscuros en una tez pálida enmarcada por lacios cabellos castaños. Con atención escuchaba a su madre y, tras cada frase, movía la cabeza de arriba a abajo una vez en signo de comprensión.

Yo presenciaba la escena desde muy cerca, pero ninguno de ellos parecía verme, madre e hijo atentos el uno del otro; aunque muy en el fondo de su mirada tenía el niño un aire como ausente, como de quien se halla entre dos mundos a la vez, el interior y el exterior. Yo lo contemplaba con una mezcla de lástima e infinita ternura, y con el mayor cariño de que pueda ser capaz: su rostro infantil, tan familiar y ajeno a un tiempo, y sus ojos profundos e inteligentes que parecían morada de misteriosos pensamientos, aunque quizá sólo reflejasen una inocencia superlativa.

Sentía por él amor y, sobre todo, una enorme piedad: piedad por todo cuanto habría aún de sufrir y de envejecer su alma cándida y pura. Entonces me acerqué a él y, asiendo su cabeza cariñosamente entre mis manos, apreté mis labios contra su tersa y tierna mejilla y lo besé varias veces con calor, con el sentimiento de quien se despide para siempre; como mis tías del pueblo me besaban cuando, al final de cada verano, regresábamos a la ciudad. Y él, que seguía escuchando con atención las palabras de su madre, aceptó mis besos sin dirigirme una mirada, ni de afecto ni de malestar; no con indiferencia, sino… como si nunca los hubera recibido.

Aquel niño, al que visitaba gracias a la magia de los sueños, era yo mismo.

Pero cuando el hechizo onírico se disipó, aún trataba con todas mis fuerzas de recordar: ¿sentí alguna vez, durante mi infancia, el calor de unos besos fantasmales en la mejilla?, ¿me estremecí algún día, siendo niño, con el hálito junto a mí de una presencia invisible?, ¿tuve alguna vez, por ventura, la impresión de que alguien me visitaba desde más allá del tiempo?

¡Ah, qué visita más triste y melancólica! Pero aún lloro de emoción por haber podido verme y tocarme cuando no era más que un niño; aquel niño puro, silencioso y pálido, de grandes ojos oscuros bajo el cabello lacio.


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